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miércoles, 17 de enero de 2024

 

LA RESTAURACIÓN


 





»Los políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una Nación; no remediarán la esterilidad de las estepas castellanas y extremeñas; no suavizarán el malestar de las clases proletarias. Fomentarán la artillería antes que las escuelas, las pompas regias antes que las vías comerciales y los menesteres de la grande y pequeña industria. Y por último, hijo mío, verás si vives, que acabarán por poner la enseñanza, la riqueza, el poder civil, y hasta la independencia nacional, en manos de lo que llamáis vuestra Santa Madre Iglesia.

Alarmante es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia que invade el cansado cuerpo de tu Nación. Declaraos revolucionarios, díscolos si os parece mejor esta palabra, contumaces en la rebeldía. En la situación a que llegaréis andando los años, el ideal revolucionario, la actitud indómita si queréis, constituirán el único síntoma de vida. Siga el lenguaje de los bobos llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento

Pérez Galdós. Cánovas

 

Lo que el español medio sabe de la primera República es cantonalismo, y cuatro presidentes en año y medio. Eso la desautoriza totalmente como modelo de buen gobierno. La Restauración pasa, en cambio, por ser un largo periodo de paz social. Caciquismo y corrupción, vale, pero paz social. Galdós lo tiene claro Siga el lenguaje de los bobos llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento”. Se venden demasiado bien algunos regímenes que no fueron otra cosa que desastrosos, con la pérdida de Cuba, la aventura africana, las brutales represiones e injusticias, como la Semana Trágica y, para colmo, con el inepto de Alfonso XIII los cambios de gobierno dejaron chicos a los de la República, más de 50 entre gobiernos y reajustes ministeriales en los escasos 30 años que duró su reinado, de los cuales 7 fueron de apoyo a una dictadura. “mi Musolini” llamaba a Primo de Rivera. El último rey compró todas las papeletas posibles para acabar desterrado, y para conseguir el descrédito absoluto de la monarquía.

    La que sí se “restauró” fue la Iglesia. Bien que mal, los gobiernos liberales del XIX les habían quitado buena parte de sus privilegios, como la recogida de diezmos y primicias; las desamortizaciones habían creado una burguesía a costa de los bienes de la iglesia, los monasterios, repletos de frailes carlistas dispuestos a coger el trabuco, se habían diezmado, la libertad de culto estaba recogida en la constitución del 69…Pero Cánovas quiso que la Iglesia apoyara decididamente a los borbones, para eliminar el problema carlista, y a la Iglesia le pareció de perlas volver a su papel de religión oficial. La identificación de nación y religión han sido consustanciales a la derecha española como poco después afirmó Menéndez Pelayo: “España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma (…) esa es nuestra grandeza y nuestra unidad, no tenemos otra” y los nacionalismos periféricos también se sirvieron de la religión para la definición de sus patrias.

    Lo primero que se le entregó a la iglesia fue la enseñanza, y se acabó con la libertad de cátedra, ya no se podría enseñar ninguna doctrina fuera del ideario católico. Se plantea así lo que se llamó la 2ª cuestión universitaria (la 1ª fue la expulsión de Castelar de su cátedra con Isabel II). Acabaron en la cárcel algunos catedráticos de Santiago[i] por enseñar tesis darwinistas y otros que se solidarizaron con los expulsados de las cátedras. A raíz de esto Giner de los Ríos supuso que no se podía confiar en el apoyo oficial y se fundó, con el apoyo de muchos catedráticos expulsados y otros que dimitieron por solidaridad la Institución Libre de Enseñanza, que tan magníficos servicios hizo al país.

    Las congregaciones crecían, y si se había reducido el número de frailes a 1.800 y el de religiosas a unas 19000, con la restauración crecieron en total a unos 100000 y comenzaron a crear escuelas y establecimientos benéficos. Así tuvo la República que hacer la ley de congregaciones, que tantos quebraderos le diera a D. Niceto (y a la iglesia, por supuesto)



[i] Laureano Calderón (Farmacia) y Augusto González de Linares (Medicina), ambos discípulos del krausista Francisco Giner de los Ríos,


martes, 13 de abril de 2021

Los unos por los otros: Machado por Luis Cernuda


Cernuda, fue también un crítico extraordinario. Hay poemas magníficos, como el que le dedica a Mozart, o a Galdós, que lo demuestran, además de sus escritos en prosa. Creo que este comentario sobre Machado merece la pena.


Antonio Machado (1876-1939)



AUNQUE no pueda decirse que la literatura, ni mucho menos la poesía, tengan en nuestro país un público y una crítica, todavía es posible que entre nosotros ocurran a veces cambios en la opinión y el gusto literario. Hacia 1925, cuando cualquier poeta joven trataba de expresar su admiración hacia un poeta anterior, lo usual era que men­cionase el nombre de J. R. Jiménez. Salinas, que tendía poco a la exageración, dice, sin embargo, entre las líneas preliminares a la se­lección de sus versos en la Antología (1931) de Diego: «Estimo en la poesía, sobre todo, la autenticidad... Llamo poeta auténtico, por ejem­plo, a San Juan de la Cruz, a Goethe, a Juan Ramón Jiménez». Hoy, cuando cualquier poeta trata de expresar su admiración hacia un poe­ta anterior, lo usual es que mencione el nombre de Antonio Machado. De pronto, en uno de esos virajes que marcan el tránsito de una generación a la otra, la obra de Machado se nos ofrece más cercana a la perspectiva que la de Jiménez. Y es que los jóvenes, y aún los y que ya han dejado de serlo, encuentran ahora en la obra de Machado un eco de las preocupaciones del mundo que viven, eco que no suena en la obra de Jiménez. Machado, que tenía astucia avizora, nos dejó en sus comentarios en prosa bastante que meditar acerca de temas variados: literarios, filosóficos, políticos, enfocados por él con una novedad y una significancia a las que sólo  recientemente  ha  sido posible hacer justicia.  Quién esto escribe recuerda que, al aparecer en revista los primeros comentarios de Abel Martín y las primeras notas de Juan de Mairena, allá por 1925, oyó decir a aquel pobre Benjamín Jarnés, en la tertulia de Revista de Occidente: "¿Para qué publica Machado esas notas en prosa, que no tienen interés ninguno?" En dichas notas hacía entonces Machado, sin que nadie se apercibiera, el comentario más agudo de la época; si las comparamos con los libros en que Ortega y Gasset, por las mismas fechas, pretendía diagnosticar el presente y vislumbrar el futuro inmediato, se comprenderá cual de los dos veía mejor y más claro. Cierto que eso no concierne tanto al poeta Machado como al pensador, al intelectual; calificaciones de resonancia pretenciosa que no parecen conllevarse bien con la sencillez irónica que caracterizó siempre su obra

Es verdad que dichos comentarios no surgen hasta después de publicadas las Nuevas Canciones (1925); es decir, cuando el impulso poético ya declina en Machado. Y no faltarán quienes digan que pa­rece remota la relación entre el autor de los poemas contenidos en Soledades, Galerías y Campos de Castilla, de una parte, y de otra el autor de las notas contenidas en De un Cancionero Apócrifo y Juan de Mairena, sin que falten tampoco quienes estimen superior al segundo. Y aunque es verdad que no siempre coinciden en Machado el poeta y el crítico de la poesía, también lo es que sus poemas mejores fueron tempranos y sus notas críticas se escribieron por lo menos un cuarto de siglo después. No es de extrañar, pues, si no coinciden ahí poesía y crítica: esta es resultado de la experiencia del poeta que ha vivido y reflexio­nado, siempre distante de las modas y círculos literarios de la capital, mientras que los poemas son el fruto primero, aunque prodigioso de intuición y de instinto.

Ya en las palabras que escribió como prólogo al librito Soledades (1903), refundido con adiciones en su segunda edición, Soledades, Ga­lerías y otros Poemas (1907), nos advierte: «Las composiciones de este primer libro, publicado en enero de 1903, fueron escritas entre 1899 y 1902. Por aquellos años Rubén Darío, combatido hasta el escarnio por la crítica al uso, era el ídolo de una selecta minoría[1]. Yo también admiraba al autor de Prosas Profanas, al maestro incomparable de la forma J de la sensación, que más tarde nos reveló la hondura de su alma en Cantos de Vida y Esperanza. Pero yo pretendía —y reparad que no me jacto de éxitos, sino de propósitos— seguir camino bien distinto. Pensaba yo que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación de espíritu; lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta animada al contacto del mundo. Y aún pensaba que el hombre puede sorprender algunas palabras de un íntimo monólogo, distinguiendo la voz viva de los ecos inertes». Observación esta última que sin duda le parecía importante, pues que ha de repetirla en dos versos de una com­posición («Retrato»):

A distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una.

Implícita en las líneas citadas hay una crítica del modernismo y de la obra de Darío, crítica benévola, como después aconsejó Macha­do que debía ser la crítica, pero no por eso menos justa; y al mismo tiempo se marca ahí cuál era la divergencia de Machado con respecto al modernismo. No es necesario insistir en que no fue Machado un poeta modernista; lo que acaso tenga interés, por eso mismo, es indi­car alguno de los momentos raros en que su poesía se acerca al mo­dernismo, como en la composición LII («Fantasía de una Noche de Abril») de Soledades.

En el prólogo a Campos de Castilla (1912) también dice algo que conviene recordar: «Pensé que la misión del poeta era inventar nuevos poemas de lo eterno humano, historias animadas que, siendo suyas, viviesen no obstante por sí mismas. Me pareció el romance la suprema expresión de la poesía, y quise escribir un nuevo Romancero. A este propósito responde "La Tierra de Alvargonzález". Muy lejos estaba yo de pretender resucitar el género en su sentido tradicional. La con­fección de nuevos romances viejos caballerescos o moriscos— no fue nunca de mi agrado, y toda simulación de arcaísmo me parece ridícula... Mis romances no emanan de las heroicas gestas, sino del pue­blo que las compuso (sobre estas palabras de Machado volveremos luego) y de la tierra donde se cantaron; mis romances miran a lo elemental humano, al campo de Castilla… Muchas composiciones en­contraréis ajenas a este propósito que os aclaro. A una preocupación patriótica responden muchas de ellas otras al simple amor de la na­turaleza, que en mí supera infinitamente al del arte».

Ya en dichas palabras, publicadas en 1912, asoma una creencia de Machado que no sé si sería poco delicado llamar manía, porque cuan­to más caprichosa parece, tanto más se aferra a ella: la de creer en un «arte del pueblo». Sabido es el origen germano y romántico de esa creencia, que parte de la asunción de cómo los poemas épicos medie­vales, en cada literatura moderna, son obra del pueblo. Que las gestas épicas primitivas las hiciera suyas el pueblo, no es de extrañar, puesto que lo que expresaban era la conciencia nacional naciente, y el pueblo podía así sentirse identificado con ellas; ahora, que las escribiese el pueblo, es otra cuestión muy distinta, y repetirla sin más equivaldría a tanto como decir que la religión de una nación la creó el pueblo, o que la política primitiva de una nación la dirigió el pueblo. En la vida todo es obra de uno o varios individuos (que no componen una mi­noría, ni mucho menos una minoría «selecta»), y el resto es indiferente si no hostil; hasta que con el paso del tiempo, y con suerte, la repe­tición de aquellos actos, por sus creadores mismos o por sus seguido­res, hace que queden entonces tácitamente aceptados por todos como legítimos, cuando han perdido ya su valor original. Mucho más en arte, donde referirse a un «arte popular» no puede tener otro sentido que el de designar un arte con el cual el pueblo, en ciertos momentos, en determinadas circunstancias, se identifica; pero en modo alguno que lo cree él mismo. Sin embargo, en el caso de Machado, tenemos a veces que aceptar sin más opinión, por absurda que nos parezca, y aun tratándose de un hombre de inteligencia clara y poco propicia a los prejuicios, Que Machado no mencione a Garcilaso y en cambio se  extasíe ante cualquier coplilla andaluza es un ejemplo extremo de los disparates en que pueden incurrir hasta las gentes más razonables y sensatas.

En las líneas antes citadas hay algunas indicaciones acerca de sus motivos de inspiración poética: uno es el del campo castellano, otro el de la preocupación patriótica y el último es el del amor a la natu­raleza; ahora, puesto que el campo de Castilla es naturaleza, podemos reducir a dos esos motivos de inspiración. La preocupación patriótica, como vimos al hablar de Unamuno, no es exclusiva de Machado; en cuanto al amor a la naturaleza, como veremos al hablar de Jiménez, también con éste la comparte Machado. Pero si comparamos los poemas de inspiración patriótica o nacional de Unamuno con los de Machado, hallaremos que el primero exalta sin crítica, mientras que el segundo lleva implícita en sus versos la crítica nacional. Otra dife­rencia ocurre si comparamos los poemas de Jiménez y Machado ins­pirados en la naturaleza; los del primero son paisajes sentimentales, en cambio los del segundo adquieren a veces una trascendencia me­tafísica que no existe en Jiménez.

Para una tercera edición del libro Soledades, Galerías y otros Poemas, escribe Machado en 1919 otro prólogo, donde dice, refiriéndose al mo­mento en que el libro se compuso, que era el fin del siglo: «La ideo­logía dominante entonces era esencialmente subjetivista; el arte se ato­mizaba y el poeta... sólo pretendía cantarse a sí mismo». Luego, alu­diendo a la transformación de la sociedad, añade: «Los defensores de una economía social definitivamente rota seguirán echando sus viejas cuentas y soñarán con toda suerte de restauraciones; les conviene ig­norar que la vida no se restaura, ni se compone como los productos de la industria humana, sino que se renueva o perece». Cito estas últimas palabras, aunque ellas nos apartan un poco del comentario aquí intentado, exclusivamente literario, porque nos orientan ya hacia la actitud que Machado tomaría durante la guerra civil. Frente a lo tornadizo de tantos de sus compañeros de generación, que fácilmente renegaron o pretendieron olvidar sus palabras y sus obras anteriores, Machado fue ejemplo de fidelidad a sus creencias, aunque algunos pudieran pensar que se excedió un poco  fue más allá de lo que esa fidelidad exigía de él.

Líneas atrás dijimos que los mejores de Machado fueron tempranos, es decir, que entre los reunidos, en Soledades está lo mejor del poeta. Cosa curiosa: Machado nace  formado enteramente, y el paso del tiempo nada le añadirá, antes le quitará; no es que en las colecciones siguientes no encontremos poemas die tipo distinto, porque ya vimos cómo en Campos de Castilla aparecen temas de inspiración nacional, ausentes de la colección anterior. En ésta, o sea, en Soledades, hallamos poemas de «lo eterno humano», según la frase del propio autor; en Campos de Castilla vive y expresa su tiempo. Preferir entre uno y otro tipo de poesía es cosa enteramente personal, y no tiene otro motivo que la maestría técnica alcanzada aquí o allá por el poeta, según el criterio del lector. En Campos de Castilla asoma uno de los temas del 98 que más han envejecido: la preocupación castellanista; preocupación que lleva a Machado, y sobre todo a sus críticos prime­ros, a negar su condición de andaluz, de donde precisamente le llegó siempre lo mejor de su poesía. A diferencia de lo que ocurría en nues­tra literatura durante los siglos clásicos, cuando los mayores poetas, con rara excepción, eran castellanos, desde Bécquer acá ocurre preci­samente que los mayores poetas, con excepción más rara todavía, son andaluces. En Soledades vemos el entronque de Machado con la tradi­ción becqueriana:

A la desierta plaza

 conduce un laberinto de callejas.

A un lado, el viejo paredón sombrío

de una ruinosa iglesia.

 

Todo ahí, lenguaje, ritmo, visión, procede de Bécquer; unas veces más evidente, otras más escondido, dicho parentesco aparece en el mejor Machado, cuando aún no caía en la manía folklorista.

Entre los poemas de su primera colección, como los que llevan los números Vil («El limonero lánguido suspende»), XI («Yo voy soñando caminos»), XVI («Siempre fugitiva y siempre»), XXI («Daba el reloj las doce»), XXVIII («Crear fiestas de amores»), XXX («Algunos lien­zos del recuerdo tienen»), XXXIII («¿Mi amor?... ¿Recuerdas, dime?»), LXXVIII («¿Y ha de morir contigo el mundo mago?»), donde conseguirá Machado expresar admirablemente lo que es el mundo para el poeta y lo que el poeta es para el mundo, y LXXXVIII («Tal  vez la mano en sueños»), está lo mejor, lo más hondo y perfecto que alcanzó a escribir. Son dichos poemas súbitas vislumbres del mundo, juntos ahí lo real y lo suprasensible, con una identificación alcanzada raramente.

Cierto que en Campos de Castilla traza paisajes espirituales de Es­paña que tienen una grandeza innegable, y que el afán transformador del poeta ve a su tierra con una visión que será o no conforme con la nuestra o con la verdadera realidad espiritual española, pero a la cual la urgencia y sinceridad que tienen en Machado les da una justifica­ción. Recuérdense, por ejemplo, los poemas que en dicha colección llevan los números CI («El Dios ibero»), tan unamunesco de intención; CXXXV («El mañana efímero»), de un tono irónico que recuerda a veces a Campoamor y anuncia otras el verso esperpéntico de Valle-Inclán, y CXLIV («Una España joven»). Pero acaso en unos pocos versos pueda Machado decir más que en esos otros de mayor exten­sión, como ocurre en el poemilla LIII («Ya hay un español, que quie­re»), de la serie «Proverbios y Cantares», en Campos de Castilla. Tam­bién figura en dicho libro la composición número CXXVIII («Poema de un día. Meditaciones rurales»), que en su fluir espontáneo de concien­cia e inconsciencia es un anticipo de lo que años más tarde se llamaría «monólogo interior»; su tono coloquial, su prosaísmo deliberado, que  se levanta así más efectivamente en ciertos momentos, la ironía que corre bajo los versos, (el ritmo tomado de las Coplas de Manrique) y que con destreza se adapta a tema bien distinto, hacen de ella una de las más significativas de su obra. En cambio, el poema «La tierra de Alvargonzález» me parece un fracaso; la atomización y el subjetivismo de la lírica de aquel tiempo, limitaciones a las que él mismo alude, con palabras que ya citamos, acaso tuvieron demasiado alcance en su espíritu para poder luchar satisfactoriamente contra ellas, como pre­tende en dicho poema. Es nebuloso y vago, y el lector se pierde por sus versos como el viajero por el campo envuelto en niebla. (Claro, es posible que mi opinión esté equivocada; recuerdo que a Lorca le gustaba el poema en cuestión y hasta hizo de él una versión dramática que representó alguna vez una compañía de aficionados.)

Trece años después de Campos de Castilla aparecen Las Nuevas Canciones (1925), libro que nada nuevo añade a lo que ya había publicado. Es cierto que hay entre sus composiciones alguna, como la primera del libro, «Olivo del camino», cuyo tono neoclásico es extraño en el poeta. Y poemitas donde no se si sería justo decir que asoma cierto eco de la lírica que entonces escriben y publican algunos poetas de la generación nueva; por ejemplo, las «Canciones del Alto Duero», entre otras, que recuerdan algunos poemillas de Alberti en su libro primero Marinero en Tierra. Pero también hay epigramas líricos que muestran la maestría expresiva de Machado, quien con tres versos dibuja la inmensidad marina nocturna:

Junto al agua negra.

Olor de mar y jazmines

Noche malagueña.

 

Es una «soleá», pero también parece un hai-kai, cuya moda había llegado a nuestra poesía, favorecida por las greguerías de Gómez de la Serna.

Los poemas que después ha de escribir Machado siguen las dos tendencias divergentes marcadas en Nuevas Canciones: poemas forma­listas, como los sonetos, que en Machado, poeta nada formalista, son de escaso interés, y composiciones breves cada vez más inspiradas en lo folklórico, a las cuales podemos incorporar los poemillas sentencio­sos y aforísticos, campoamorinos a veces. No sé hasta qué punto de­bemos culpar a la manía folklórica de extinguir los dones poéticos de Machado; pero sea por influencia nociva de lo «popular», sea por agotamiento de sus facultades líricas, los poemas que ahora escribe son de valor poético inferior. El poeta se había acabado antes que el escritor, pues entonces es cuando compone las notas contenidas en De un Cancionero Apócrifo y Juan de Mairena.

Según dichas notas, para Machado «la poesía es el diálogo del hombre, de un hombre con su tiempo. Eso es lo que el hombre pre­tende eternizar, sacándolo del tiempo, labor difícil y que requiere mu­cho tiempo, casi todo el tiempo de que el poeta dispone». Una y otra vez insiste en la importancia del tiempo para el poeta: «¿Por qué cantaría el poeta sin la angustia del tiempo?» «Es la poesía palabra en el tiempo.» Juan de Mairena es «el poeta del tiempo». «El poeta pretende, en efecto, que su obra trascienda de los momentos psíquicos en que es producida. Pero no olvidemos que precisamente es el tiempo (el tiempo vital del poeta con su propia vibración) lo que el poeta pretende intemporalizar, digámoslo con toda pompa: eternizar.»[2] «El poema que no tenga muy marcado el acento temporal estará más cerca de la lógica que de la lírica.» «Una intensa y profunda impresión del tiempo sólo nos la dan muy contados poetas.» Subraya esa tem­poralidad, como requisito esencial del poema, oponiendo Calderón (por el cual Machado, aun sintiendo respeto, carece de simpatía) a Jorge Manrique (para Machado el poeta español más admirable); escoge del primero, como ejemplo, el soneto a unas flores, «Estas que fueron pompa y alegría», de El Príncipe Constante (sospecho que Ma­chado apenas debió leer a Calderón, y precisamente la muestra que da de su poesía, el soneto citado, es la única que se encuentra de él en la tan lamentable como difundida colección Las Cien Mejores Poesías Líricas, compilada por Menéndez Pelayo), y del segundo la estrofa «¿Qué se hicieron las damas?» de las Coplas, para concluir que los versos de Calderón quedan fuera del tiempo, mientras que los de Manrique fluyen con él. «En cuanto nuestra vida coincida con nuestra conciencia, es el tiempo la realidad Último » Pero en esa temporalidad, que es para Machado condición primaria de la poesía, podemos suponer algo diabólico, ya que el Infierno es «la espeluznante mansión del tiempo, en cuyo círculo más hondo está Satanás dando cuerda a un reloj gigantesco por su propia mano»

Las frases citadas no son sino indicio de un pensamiento metafísico que podemos suponer tras de la  poesía de  Machado.  «Todo poeta (dice, atribuyendo sus palabras a Juan de Mairena) supone una me­tafísica; acaso cada poema debiera tener la suya —implícita, claro está, nunca explícita—, y el poeta tiene el deber de exponerla, por separado, en conceptos claros.» Recuérdese que Goethe dijo más o menos lo mismo, aunque aclarando que dicha metafísica no era nece­sario que fuese original del poeta, sino que éste, para sus propios fines, podía tomarla de algún filósofo, como hizo él con Spinoza. En cuanto al lenguaje poético, Machado es partidario decidido del lenguaje ha­blado. «Si dais en escritores, sed meros taquígrafos de un pensamiento hablado.» «El encanto inefable de la poesía, que es, como alguien certeramente ha dicho, un resultado de las palabras[3], se da por añadidura en premio a una expresión justa y directa de lo que se dice.» «Saber que en poesía —sobre todo en poesía— no hay giro o ro­deo que no sea una afanosa búsqueda del atajo, de una expresión di­recta.»

No es seguro que el prestigio grande de que hoy goza la obra de Machado resista Intacto al paso del tiempo; pero acaso sí lo sea que el lector, venidero de su poesía encuentre en ella algún eco vivo a cierta angustia de «lo eterno humano», que entre muchos inolvidables versos suyos podemos cifrar en aquel donde se nos muestra «siempre bus­cando a Dios entre la niebla».

 



[1] Es chocante hallar en Machado esa frasecilla tan pretenciosa como falsa.

 

[2] Es curioso comparar esas palabras de Machado con otras de un místico musul­mán citadas por Massignon: «Hallach paseaba un día con sus discípulos por una calle de Bagdad cuando les sorprendió el sonido de una flauta exquisita. "¿Qué es eso?", le preguntó uno de los discípulos. Y él responde: "Es la voz de Satán que llora sobre el mundo".

»¿Cómo hay que comentarlo? ¿Por qué llora sobre el mundo? Satán llora sobre el mundo porque quiere hacerlo sobrevivir a la destrucción; llora por las cosas que pasan, mientras caen y sólo Dios permanece. Satán ha sido condenado a enamorarse de las cosas que pasan y por eso llora».

 

[3] No sé si Machado alude ahí a cierto diálogo conocido entre Mallarmé y Degas. Como éste se quejara de la dificultad de la poesía con respecto a la pintura, aduciendo que hacía tiempo tenía entre manos un soneto que no podía terminar, dice a Mallarmé: «Y lo que es ideas, no me faltan». A lo cual responde Mallarmé; «Mi querido amigo, los versos no se escriben con ideas; se escriben con palabras».

  

domingo, 16 de febrero de 2020

Los unos por los otros. Semblanza de Giner de los Ríos

Lo que yo piense no creo que tenga ningún interés, pero sí que lo tiene lo que unos protagonistas de la edad de plata piensen de los otros. Muchos escritores, políticos, generales y gente variada ha escrito memorias de aquellos años en las que han opinado de sus compañeros de fatigas. Quiero incluir una sección de semblanzas que sirvan de biografías si es que no son malintencionadas. 

 Empecemos con una semblanza de Giner de los ríos que nos ofrece Caro Baroja:

DON FRANCISCO GINER Y LA ESPAÑA DE SU ÉPOCA

O   UN PEDAGOGO[1]


Este febrero de  1965 varios españoles —no sé cuántos-  vamos a conmemorar el medio siglo de la muerte de un español singular: don Francisco Giner de los Ríos. Aunque todavía quedan entre nosotros ancianos (y ancianos de los más ilustres) que lo trataron, para la juventud actual y aun para los que ya no somos jóvenes, es decir, para los que nacimos en fecha próxima a la de su muerte, Giner es una figura o algo enigmática, o desconocida. Enigmática por la leyenda que se ha formado en su derredor, primero; desconocida, por el silencio que cernió sobre él, después.
La leyenda gineriana —como muchas otras leyendas—presenta  dos aspectos. Existe, en efecto, una especie de leyenda negra en torno a la Institución Libre de Enseñanza y su más conocido fundador y sostenedor y otra leyenda   que podríamos  llamar  blanca, rosa,  o   mejor, áurea». De la primera poco he de decir. En gran parte condicionada por la incompatibilidad absoluta, irreductible, de don Marcelino   Menéndez   Pelayo  con   don Francisco.  Alguien que   vivió los  años   de su juventud muy cerca del   segundo, me ha solido  contar repetidas veces que en cierta ocasión en que don Marcelino estampó reflexiones poco agradables acerca de la labor de Giner de los Ríos, éste tuvo que hacer un esfuerzo considerable de voluntad, a fin de evitar el choque personal, directo, en uno de los claustros de la vieja Universidad de la calle Ancha.
Giner y con él Sanz del Río, don Fernando de Castro, Salmerón y otros krausistas salieron muy mal parados en la primera edición de la Historia de los heterodoxos y de allí mana la fuente en que, en gran parte, se alimen­tó la leyenda negra susodicha.
Frente a ésta nos encontramos con la veneración sin reservas que profesaron por don Francisco muchos de sus discípulos y cantidad considerable de personas que le trataron desde otro plano social. Al testimonio directo que tengo de hombres como el llorado don Alberto Jimé­nez Fraud y algunos de mis maestros del Instituto Escue­la, he de añadir los de personalidades tan distintas entre sí como Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jimé­nez, d'Ors y Pijoan, entre los muertos; Azorín, Menéndez Pidal, Gómez Moreno o Carande, entre los que, por for­tuna, viven.
¿Qué fuerza poseía Giner para ejercer fascinación se­mejante, que alcanzaba incluso a hombres de Iglesia de su época? Es difícil averiguarlo a través de su obra es­crita, con ser ésta más abundante y actual de lo que se ha dicho y repetido. Pero es también verdad que no re­fleja lo más sobresaliente de aquella personalidad en la que primaba el carácter, un carácter de una pieza en un país en el que no hay tantos hombres fuertes como se dice (o al menos de esta clase de temple).
Don Francisco Giner sale a la vida pública en las pos­trimerías del reinado de Isabel II. Viene a Madrid del Sur, de Andalucía, y aparece vinculado a una personali­dad muy destacada en la política española de entonces: es sobrino del gran orador Ríos Rosas y durante algún tiempo se le conoce como joven en trance de merecer: es Francisco Giner de los Ríos y Rosas. No existe mucho parecido en lo físico ni en lo moral entre los dos, aun­que vivieron muy vinculados hasta el momento en que muere el tribuno, dejando como toda herencia unos cuan­tos duros en la mesilla de noche de su alcoba, según cuenta don Juan Valera. Acaso sea esta honradez básica el rasgo que les hace más afines; acaso haya en la per­sonalidad abruptamente andaluza de Ríos Rosas algo que don Francisco sentía hervir en él y que procuraba reprimir siempre. Don Ramón Carande me ha contado cómo a veces en clase daba rienda suelta a un fuerte instinto de orador y que, de repente, se veía que lo repri­mía, como avergonzándose de él. Fue, sin duda, don Francisco hombre de represiones, que ejerció sobre sí mismo aquel género de vigilancia que todo filósofo mo­ralista, desde Sócrates, se ha exigido a sí y ha exigido a los de su escuela. Y fue también hombre de escuela: primero como discípulo fiel, después como maestro ad­mirado, querido y acaso un poco temido. La relación es­piritual de Giner de los Ríos con don Julián Sanz del Río, relación de sus años mozos, es algo que no está aún bien estudiado, porque la obra inédita del introductor del krausismo en España, es muy vasta y creo que cuan­do se analice, su figura saldrá revalorada y no resultará tan hermética como parece, a través de lo que de él hay publicado o dicho. Sanz del Río fue capaz de profesar unos cursos monográficos de Historia de la Filosofía, empezando con los presocráticos, acabando con el idea­lismo alemán y pasando por los autores cristianos y del Renacimiento, y para ello utilizó fuentes de primera mano, o textos de eruditos alemanes de una época glo­riosa para la ciencia germánica. Sanz del Río se esforzó, pues, en superar la tendencia a la improvisación bri­llante de los profesores de su época y es con sorpresa con lo que el que se acerca a la masa de sus obras inédi­tas, ve que se planteó temas como el de la ciencia espa­ñola, la aportación española a la filosofía y otros que, luego, parecen poco relacionados con su escuela y grupo y sí con la de quienes le fueron hostiles. En todo caso —repito— su figura debe de volverse a estudiar, no sólo para ponerla en relación exacta con la de su discípulo, sino también para valorarla en sí misma, de modo justo y adecuado.
Muerto Sanz del Río, sus discípulos tuvieron unos años, muy pocos, de gran influencia en la Universidad. La revolución del 68 fue acogida por todos con enorme entusiasmo. Algunos descollaron ya como oradores en las Cortes del 69 o en torno a ellas. Con la República alcanzaron puestos políticos de primera fila... Pero vino la Restauración y las grandes ilusiones se trocaron en desesperanza. Tampoco está bien matizada en los textos la historia de los años que van desde la caída de Doña Isabel II a la de la proclamación de su hijo. Es claro que Doña Isabel  había perdido todo crédito  entre  las masas liberales, por muy simpática que fuera personal­mente. No se habla tanto como se debiera (y a mi juicio éste es un primer fallo) de la influencia ejercida por su marido, no tan simpático y ridiculizado en exceso. Hom­bres como Valera, que años después habían de proteger y guiar los pasos de Menéndez Pelayo en Madrid, aco­gieron con alborozo la Revolución, vieron con pena la caída de la República y se sintieron distantes, en princi­pio, de la Restauración. Durante aquellos años de tran­sición España hirvió, culturalmente hablando. Los krausistas con su filosofía un tanto oscura, los hegelianos, los darwinistas y positivistas, los tradicionalistas y neo­católicos, una cantidad de gente apasionada creyó que la política era fundamentalmente cosa de filósofos, de hombres de ciencia, de hombres de fe y que el pensador debería de ser político y el político pensador. Los últimos representantes del racionalismo dieciochesco, de la impie­dad volteriana, del progresismo popular o del progresismo regalista, jurídico, doceañista, habían muerto o eran hombres decrépitos. La gente joven estaba como embria­gada con nuevos doctrinarismos. Apenas proclamada la Restauración surgió la famosa «cuestión universitaria», decisiva en la vida de don Francisco de Giner de los Ríos. Esta cuestión la provocaron unos profesores jóvenes que, siendo presidente don Antonio Cánovas y ministro de Fo­mento un político de origen moderado (el cual ya había tenido choques con los estudiantes en tiempo de Isabel II), el marqués de Orovio, explicaron en Santiago de Compostela la teoría de la evolución, tal como la había expuesto Darwin. El doctor Carracido contó en algunos artículos escritos ya en su madurez, con cierto verbo, varios de los incidentes que provocó tal enseñanza; pero los más curiosos se hallan registrados en los papeles de uno de aquellos profesores, don Augusto González de Linares, al que varios estudiantes compostelanos llegaron a de­safiar, pues no podían tolerar que alguien admitiera o supusiera que descendían del mono, cosa que al señor ministro «del ramo» también le parecía horrorosa y ri­dícula a la par, según declaró en el Congreso. Y he aquí cómo la teoría de Darwin provocó una ley y esta ley causó un movimiento de solidaridad entre profesores de ideología muy distinta entre sí, la separación de la cá­tedra de algunos y el destierro e incluso la prisión o con­finamiento de otros. Entre éstos se hallaba Giner.

La cuestión universitaria irritó a Cánovas más de la cuenta. Dio a su partido un aire del que ya no se pudo liberar mientras él fue jefe (ni tampoco en época de Silvela y de Maura): de partido contrario a ciertos mo­vimientos intelectuales «modernos». Idearon los profe­sores implicados en aquella lucha fundar una especie de Universidad libre: de aquí salió la Institución según es sabido.
En sus cursos primeros aparecen dando clases y con­ferencias hombres de ideología muy distinta. Futuros presidentes del Gobierno de la Monarquía, como Mon­tero Ríos y Moret, don Juan Valera, ex ministros de don Amadeo y de la República... Aquella primera fase de la Institución tuvo un carácter algo distinto al que tiene después. Un joven historiador que ideológicamente nada tiene que ver con Giner ni con sus discípulos, el señor Cacho Víu, ha escrito un libro que ha alcanzado reso­nancia, lleno de noticias valiosas acerca de ella. La personalidad de Giner de los Ríos es, sin embargo, mucho más destacada que la que hubiera podido tener un sim­ple mentor y orientador pedagógico, encerrado en aquel centro.
Si Cánovas fue el artífice de la Restauración, no cabe duda de que Sagasta, de vuelta ya de errores y precipita­ciones, fue el que la consolidó más, atrayendo a muchos que habían visto con alborozo la caída de los Borbones (empezando por él mismo) y sirviendo a reyes de aquella dinastía. En este momento «sagastino» Giner tiene espe­ciales coyunturas para realizar una obra que va ampliándose, perfeccionándose en los treinta y tantos años postreros de su vida. No solamente los profesores de­puestos han vuelto ya a sus cátedras. Han vuelto a ellas hombres políticos más notados como don Nicolás Sal­merón. Giner mantuvo durante toda su vida un contacto estrecho con éste y con otras figuras del republicanismo, como don Gumersindo de Azcárate. Poca, o por mejor decir nula, con Pi y Margall o Castelar. De su grupo sa­lieron jóvenes que nutrieron luego las filas socialistas y republicanas de izquierda; pero hubo, por otra parte, cantidad sensible de elementos de los que ya a fines de si­glo se llamaban «institucionistas» que militaron en otros partidos: fueron así reformistas de Melquíades Alvarez, monárquicos de Moret, o de Montero Ríos, liberales más o menos avanzados... Los hombres que constituían el núcleo principal del institucionismo a fines del siglo pasa­do, con don Francisco a la cabeza, eran hombres que creían que el «problema de España», en esencia, era un problema pedagógico, de educación.

II
Este grupo al que aludo es el que se forma en torno a Giner con personas nacidas en la década de 1850 a 1860, o poco después. Dentro de él la figura mayor, el discípulo predilecto, más bien hijo espiritual, fue Cossío. Cossío y don Ricardo Rubio, siendo jóvenes escribían durante sus viajes a Giner llamándole «padre». Había afectos hondos unidos a ideales comunes, en aquellos hombres que eran románticos hasta un grado bastante mayor de lo que se piensa, de un Romanticismo más razonador que el  «primero», pero Romanticismo al fin.
Ejerció Giner una influencia decisiva en la vida de Cossío, lanzándole a tareas pedagógicas, como la ejerció sobre González de Linares, sobre Rubio, sobre el astró­nomo Arcimis, etc. Para llevar adelante sus tareas do­centes en la Universidad, en la cátedra de Filosofía del Derecho y en la Facultad, publicó una serie de traduc­ciones de textos claros, sencillos y autorizados. A veces ilustró con notas propias aquellas publicaciones, que dan una sensación extraña, comparadas con los mazorrales libros de texto de la época y de después: una sensación de sequedad y concisión casi excesivas.
Pero por muy importante que fuera su actividad como profesor universitario, era mayor la que realizaba todos los días, desde muy temprano, en la Institución, en que vivió con la familia Cossío largos años. La hora en que se reunían muchos de los hombres del grupo a decidir lo que había que hacer en la jornada era la hora del desayuno. Cuando el Madrid de comienzos de siglo, en­vuelto todavía en brumas y neblinas, comenzaba a des­perezarse, iban camino de la Institución hombres públi­cos, escritores, profesores, políticos, a verse con Giner y con Cossío: Azcárate, González Posada, Bolívar, Lina­res..., los que llegaban de Universidades  de provincias, de Barcelona, de Sevilla, de Granada. Así se organizaban proyectos, servicios, tareas. Considerar a Giner como a un profesor universitario de Filosofía del Derecho, se­guidor de Sanz del Río y, por lo tanto, de Krause, preocu­pado por la enseñanza primaria y secundaria, que tam­bién ejercía en la Institución, es lo más fácil y común. También es corriente considerarlo como apóstol del Lai­cismo.
Pero poco o nada se dice de lo que influyó en la or­ganización de la enseñanza de las Ciencias Naturales, las Bellas Artes y las Letras en general, incluso antes de que se creara la Junta para Ampliación de Estudios. No se habla de sus relaciones cordiales en casos, respetuosas en otros, con personalidades como don Antonio Maura o don Enrique Gil Robles. Cuando se estudie con detalle la correspondencia de don Francisco Giner, que empieza allá por los años de 1866 y termina pocos meses o sema­nas antes de morir, se verá qué enorme capacidad tenía para entablar relaciones sociales (no sólo de tipo cultu­ral). Son miles las cartas que le llegaron, miles las cartas a que respondió, más o menos brevemente. Casi todas reflejan algún objeto, algún fin público, general. Incluso las familiares. Si, por ejemplo, su hermano Hermene­gildo le escribía desde Barcelona, le informaba a la par de los sucesos de 1909 o de lo que ocurría de más sobre­saliente en el momento. Desfilan en aquella correspon­dencia desde los viejos profesores alemanes, seguidores de Krause, como Von Leonhardi, a comentaristas de Pla­tón, como Lustoslawski, o famosos historiadores del De­recho, como Stammler. Los vínculos son múltiples: con Inglaterra, Francia, Italia, Portugal. Acaso, sin embargo, las cartas más curiosas para nosotros sean las que refle­jan la intimidad de don Francisco con las primeras figu­ras de la literatura española de su época: con Clarín, con Unamuno, con doña Emilia Pardo Bazán, etc. Adivi­namos, a veces, tensiones pasajeras, discrepancias de opinión (por ejemplo, con don Juan Valera en un mo­mento dado). Advertimos el silencio de Galdós. Perci­bimos cuáles son los discípulos de su mayor intimidad, o en quienes más fía. Haría falta un crítico con la capa­cidad de extraer consecuencias de las cosas menudas que tenía Sainte-Beuve, para sacar de esta materia epis­tolar ingente lo que merece que se saque de ella: un libro como el Port-Royal de aquél. Porque la imagen de Port-Royal se presenta pronto a aquel que estudie a los hombres de la Institución con atención y respeto. Puede sernos antipático o no el jansenismo, como puede pro­ducirnos mayor o menos simpatía la Institución: pero nadie será capaz de restarles importancia y respetabili­dad. En los albores de este siglo la «Institución» como tal era una verdadera institución madrileña. Aunque pa­rezca poco congruente, ya había muchachos que de modo un tanto achulapado y familiar la llamaban la «Insti». Es entonces cuando comienza a dar los primeros frutos y cuando atrae a jóvenes de provincias que si no a estu­diar en ella, si van a ella para trabajar bajo la dirección de Giner, de Cossío o de otros profesores que allí se reunían. Un grupo andaluz, malagueño, que se forma en función del andalucismo de los Giner, y un grupo astur-leonés, que se constituye en torno a Azcárate, Pedregal y algún otro miembro más viejo, son los dos grupos étni­cos más destacables dentro de la casa. Pero de Cataluña llegan a ella Corominas, A. Hurtado, Eugenio d'Ors, Pijoan... De Sevilla, los Machado, los Castro. También de Valencia, de Granada, de allá donde hay Universidades se presentan jóvenes a buscar el saber y, sobre todo, el consejo de don Francisco. En la Universidad de Oviedo existe una especie de sucursal de la Institución desde muy antiguo... Bueno será recordar que los profesores de Oviedo sacaron como senador a Menéndez Pelayo, como es igualmente saludable recordar que fueron los llamados escritores del 98 los que protestaron más cuan­do éste no fue nombrado director de la Academia Espa­ñola. Porque es hora de empezar a deshacer los efectos de cierta mitología político-literaria en que el Bien y el Mal están ordenados según el viejo sistema dualista de los maniqueos.
Excusado es decir que de la Institución salieron mu­chos profesores de izquierdas: don Julián Besteiro, don Fernando de los Ríos, don Francisco y don Domingo Bar-nés, don Martín Navarro, etc. Salieron también personas ocupadas en su especialización más que en otra cosa. Aún no hace mucho que se ha celebrado el cincuente­nario de la fundación de la Residencia de estudiantes de la que fue director o presidente uno de los discípulos más jóvenes de Giner: Jiménez Fraud. Surgió bajo el mismo signo la Junta para ampliación de estudios en la que  el  mismo  Giner  tuvo   como hombre de su entera confianza a don José Castillejo:  otra figura sobresaliente y oscura u oscurecida, de la que ha dado hace poco una magnífica semblanza el maestro Carande.
Estamos en la época en que se manda a Alemania a los jóvenes más capaces para que vuelvan «preparados», “formados». Reveladora es la correspondencia de estos jóvenes con don Francisco. García Morente, primero, Ortega, Castillejo y otros muchos van dándole cuenta de su cuntacto con la Alemania anterior a la guerra del 14. Por su parte, los maestros de la Junta le exponen sus problemas, hacen sus consultas: filólogos, historiadores del Arte, arqueólogos, médicos, físicos, naturalistas, se hallan en un momento de fe en el futuro, aunque por prin­cipio se quejan demasiado de la inercia, del atraso del país. Los trenos respecto a «esta España», «este país», abundan.
Tuvo Giner de los Ríos un momento de gran influencia cuando Moret fue presidente del Consejo: Moret es el ministro de la Institución por antonomasia. Después aquella influencia disminuyó algo, pero no cesó: tal era el prestigio de lo obtenido. Por otra parte, Giner en momentos como el de la crisis de 1909 y otros graves, supo defender la «apoliticidad» de su empresa, frente a viejos amigos y colaboradores; por ejemplo, Salmerón y Simarro. Algunos vieron en esto «claudicación» o aco­modo y hablaron de los «institucionistas», como de los «jesuítas de la acera de enfrente». Advertiría yo —sin ánimo de ironizar— que, en realidad, los «jesuítas de la acera de enfrente» fueron los jansenistas y que entre unos y otros hubo hombres admirables. Creo que fue el mariscal Lyautey el que dijo al final de su vida que lo mejor que le puede ocurrir a un hombre es morir a tiempo. Don Francisco Giner de los Ríos tuvo esta gran fortuna: murió en febrero de 1915, a una edad que hoy no nos parecería tan avanzada, pero que entonces sí lo era: con más de setenta años. Su muerte fue muy sentida. Lo reflejan cientos de testimonios que se conservan. Des­de humildes maestros rurales hasta los hombres más famosos de la época hubo unanimidad en expresarlo. De estos testimonios los más significativos son los de las personas sencillas, para las que Giner era una especie de santo (el modelo de lo que se ha llamado «santo lai­co») y el de las cabezas más fuertes para las que don Francisco era una especie de Sócrates, más digno de admiración por su conducta, su magisterio vivo, directo, que por la doctrina o la obra que hubiera dejado plas­mada de modo formalizado, en libros o escritos.

III

En mi casa, en una casa de gente liberal («progresis­ta», según ha dicho alguien con pretensiones de ironía), los pareceres con respecto a la Institución eran diversos. Mi tío Ricardo, grabador, pintor, con cierta predisposi­ción a la matemática y a la mecánica, poco aficionado a las honduras psicológicas y para el que Epicuro y Lu­crecio eran maestros cercanos, tenía poca simpatía por el grupo. Mi tío Pío no sentía, por su parte, sus inquietu­des pedagógicas, no creía demasiado en los programas, porque fue el hombre menos programático que he cono­cido; pero tenía respeto y curiosidad por las figuras de Giner y Cossío, como personas o individualidades.
Fue el primero que me señaló la afinidad del movi­miento que representaban con el de Port-Royal. Durante los años en que Sorolla estaba pintando los retratos de los españoles más importantes de la época para la Hispanic Society de Nueva York, mi tío Pío fue durante varios días a «posar» al estudio del pintor y aun des­pués siguió yendo algo allí. Había mucha amistad entre Sorolla y Giner y sobre todo entre Sorolla y Cossío. Una amistad incluso de vecinos, como la que tenía don Fran­cisco con unas monjas. En el estudio se encontró mi tío Pío a los dos y ésta es la fuente más antigua y directa que tengo de conocimiento de sus dos estampas tan com­penetradas y en aspectos tan diferentes.
Chocaba a mi tío, que, en efecto, venía de padre lla­mémosle progresista y con ideas bastante dieciochescas en materia religiosa, la peculiar religiosidad de Giner, y sobre este punto hubieron de hablar... La única conse­cuencia que recuerdo extraída de aquellas conversacio­nes es que tanto don Francisco como don Manuel halla­ban en el retrato hecho por Sorolla y por supuesto, en el original vasco del mismo, cierto parecido con alguno de retratos, más o menos apócrifos de San Ignacio... otra parte, en algo en que coincidían plenamente (salvo el  pintor acaso) era en la admiración más grande por eI Greco y en un interés por lo popular que hizo que en la Institución se formarán las primeras colecciones de artes populares, como la constituida en el Museo Pedagógico, y se organizaran aquellas memorables excursiones  a las viejas ciudades y campos de España, paralelas a las que por su cuenta y con carácter más personal, llevaban a cabo mis tíos, con Ciro Bayo, Azorín, Valle-Inclán etc., o las que con intenciones particulares realizaban  historiadores y  filólogos con Menéndez Pidal a la cabeza, o arqueólogos como don Manuel Gómez Moreno. ¡Qué   España tan  distinta   de esta actual alcanzaron a ver aquellos hombres!   ¿Dónde está ya aquel país miste­rioso  lleno de imprevistos, de contrastes en lo bueno y  lo malo?
Pero en mi casa había una tercera persona que opinaba sobre la Institución: mi propia madre. En ella no había reservas, y como madre sentía una admiración plena por la tarea que llevaban a cabo algunas mujeres del grupo, como las señoritas de Quiroga, hijas huérfanas del naturalista que hizo la expedición a Río de Oro e Institucionista de primera hora. (Otro asunto que está por tratar es el de la participación en las empresas africanas finiseculares del elemento institucionista, con Cosio, Azcárate, Quiroga, Jiménez de la España, etc., y contra el «esquema» africanista o antiafricanista forjado en nuestros días y a posteriori.) En fin, yo de chico no fui a la Institución, pero sí al Instituto-Escuela, y allí pude tratar a profesores y alumnos muy vinculados con la misma. Después he estado unido por amistades distinlas a personas que conocieron a Giner, con la familia de Cossío, con otros hombres de su grupo.
Han pasado los años, han ocurrido tantas y tan gra­ves cosas en España, en Europa y en el mundo, que los hechos ocurridos hace un cuarto de siglo o algo más, pa­recen asuntos de época remota e incluso oscura para muchos: bastantes españoles cincuentones podemos contarnos entre los seres naturales que han quedado en la mera categoría de supervivientes y hay toda una juven­tud para la que los comienzos de este siglo son descono­cidos. Grandes peligros trae el desconocimiento del pa­sado y más si se trata de un pasado cercano:  más grave
 aun que la ignorancia es la falsificación de lo que se sabe de el, hecha con mala o con buena intención. Para el caso es lo mismo. Un joven que hoy, en 1965, no tenga idea de lo que fue don Francisco Giner de los Ríos no puede presumir de saber lo que es España y lo que son los españoles.


[1] Publicado en ínsula,  año XX, núm. 220,  marzo,  1965, pág. 3 y 16.

lunes, 16 de diciembre de 2019

¿Por qué Krause?



La primera pregunta a la que intenta responder cualquier estudioso del krausismo es siempre la misma: ¿por qué Krause?.  La explicación de Sanz de Río resulta ser bastante convincente conociendo el final de la historia. Él llegó a la conclusión de que era la más conveniente para España, y no le faltó razón: el krausismo fue fructífero y conveniente para el país, por lo que quizá su intuición no iba tan desencaminada. Estamos hablando de un país que se cerró en Trento a cal y canto, y en el que no había pasado la censura eclesiástica ninguna de la corrientes filosóficas europeas. El krausismo parecía un compendio de  lo que más necesitaba el pensamiento español: racionalidad, sentido ético, amor a la ciencia, y algo que se repite obsesivamente: armonía. En él, todo era posible. Frente al muro que ponía la escolástica a cualquier tipo de idea, el krausismo las aceptaba y comprendía todas. Era como una píldora de europeísmo que actuaba como complejo vitamínico: en él había de todo lo que se necesitaba, y nada de lo que hubiera podido crear divisiones entre las filas liberales. De hecho, entre los krausistas acabó habiendo de todo: positivistas, neokantianos, socialistas, costistas, republicanos... lo único que quedaba fuera era el enemigo real a batir: la escolástica y la superstición e hipocresía del catolicismo oficial.
 
La manera en que la escolástica cerraba cualquier posibilidad de pensamiento está perfectamente descrita en "el jardín de los frailes", modelo de la enseñanza con que la Iglesia propagaba la encefalitis letárgica, y en la que se enseñaba a discurrir con silogismos, negando la mayor o modificando la segunda:

"Aprendimos a refutar a Kant en cinco puntos, y a Hegel, y a Comte, y a tantos más. Oponíamos a los asaltos del error buenos reparos: "1º, es contrario a las enseñanzas de la Iglesia...2º, lleva directamente al panteísmo...", y otras rodelas imperforables. El positivismo disputaba al materialismo el calificativo de grosero. El panteísmo era repulsivo. ¡Lo que nos hemos reído del judío Spinoza!"[1]

Acostumbrados a este tipo de enseñanza, a estas "rodelas imperforables" ¿es de extrañar que cuando Sanz del Río hablaba desde la cátedra fueran a escucharle no solo sus discípulos, sino catedráticos, literatos y estadistas? En los escasos años que median entre su entrada a la cátedra en 1854 y su muerte en el 69 reunió en torno a sí a todos los que esperaban una buena nueva, un pensamiento que orientara y que alimentara una esperanza. "Era menester, según esa generación, militar bajo un gonfalón ideológico cualquiera, con tal de que fuera radicalmente nuevo y ofreciera por lo menos una tenue promesa de rescatar el país de la atrofia espiritual reinante"[2].

No hubiera sido fácil para otra filosofía podía haber creado esa esperanza entre los liberales. El hegelianismo estaba entonces polarizado entre su derecha y su izquierda, no era sencillo mantener con él ese ambiente de renovación que alimentaba el krausismo, ni de unidad. El positivismo era demasiado frío para un país que necesitaba, ante todo, una reforma moral. La armonía krausista recogía a todos los que, interesados por la ciencia y el progreso podían haber militado en sus filas. Recogía también con su humanismo a todos los reformadores sociales. Introducía, con su sentido religioso algo de lo que el protestantismo había introducido en Europa: la libertad de conciencia, la racionalidad y el laicismo. Obligaba a los liberales a dejar de llorar sobre la realidad española y poner manos a la obra. Su europeísmo clarísimo "armonizaba" con la necesidad de sacar lo mejor de la tradición española. Machado es buen ejemplo de eso. Todo lo que podía ser útil para la regeneración del país cabía en esa armonía krausista, en la que las mejores cosas podían estar juntas como por ensalmo. Individualismo, sí, pero no subjetivismo, ni relativismo. Ciencia sin perder de vista la posibilidad de racionalizar el mundo moral. Defensa de los particularismos nacionales sin olvidar el universalismo de la razón... una panacea.

Como catecismo, era el que mejor le cuadraba a la realidad española. Nace en los años en que Isabel II escandalizaba a cualquier mente razonable. "Isabel II vivió en extraña simbiosis con Sor Patrocinio, el padre Claret, el rey Francisco...y el galán de turno (...) Pero los viejos generales y políticos no podían con aquella señora, ni con su marido, ni con la monja"[3]. Frente  a Isabel II había una nueva generación de liberales, hijos ya de la libertad de imprenta. Tres de los presidentes de la I República fueron filósofos, hegelianos y krausistas y, pese a las expulsiones de las cátedras, ya había en España quien enseñaba a Darwin. El ambiente era propicio a todo intento de regenerar al país y ponerlo a la altura de los tiempos.

La saña con la que Menéndez Pelayo trata a Sanz de Río, es muy superior a la que despliega con cualquier otro de los heterodoxos. Pierde con él cualquier asomo de objetividad. Si uno lee los heterodoxos encuentra que, pese al carácter reaccionario de su exposición, Menéndez Pelayo no deja de ser un crítico agudo, y no deja de reconocer a los erasmistas o a Miguel de Molinos, por ejemplo, su calidad literaria, aunque considere normal la actuación inquisitorial contra ellos. Con Sanz del Río carece de piedad. Resulta bastante evidente que los neocatólicos conocían que aquello era un peligro. Su anticlericalismo era racional, no se podía mandar contra ellos a la guardia civil. Ofrecía una moralidad evidente, sus defensores eran personas de probada valía moral, de vidas ejemplares y austeras que contrastaban con el mal ejemplo que ofrecía el clero. Le arrebataban de ese modo a la iglesia una bandera. Es probable que Sanz del Río o Salmerón hablasen en un idioma "filosófico" innecesariamente complejo, tal como dice Menéndez Pelayo, lleno de solecismos. Pero curiosamente eso no parecía arredrar a los adeptos, es más, daba la sensación de rigor intelectual.  Comenta Caro Baroja: "El pueblo quedaba, por otra parte, maravillado ante tanta ciencia como la que veía en aquellos oradores afirmativos"[4]. Algo de esa emoción queda reflejada e el extraño idioma que inventa el filósofo zapatero Belarmino y en su admiración por Salmerón.

Los Krausistas fueron abandonando a Krause y acercándose a otras filosofías más de acuerdo con la realidad, pero a todos les queda algo de ese espíritu con el que trajeron lo mejor del aliento civilizador europeo, la racionalidad, la ciencia, el humanismo, el laicismo y una renovación moral.





[1] El jardín... alianza ed, pag 49
[2] López Morillas, el krausismo español, Fondo de cultura económica, México, 1956, pág 26
[3] Caro Baroja. Int a una historia contemporánea del anticlericalismo español" Istmo, 1980, pág 199
[4] oc, pág 205

miércoles, 28 de agosto de 2019

¿Existen las generaciones?

Al ser humano le gusta, en general, cuadricular la historia, inventarse fases, generaciones, causas y consecuencias ... Cuando leo, por ejemplo, las causas de la Revolución francesa, encuentro que se daban igual en España, y aquí no se produjo ninguna revolución. Explicar la literatura como una sucesión de generaciones resulta cómodo a los profesores y a los alumnos, que pueden inventarse una ristra de cosas que unen a una generación, y obviar todo aquello por lo que no casa ese concepto. Decir que Unamuno, Baroja, Valle, Machado y Azorin tienen algo en común es un poco absurdo para cualquiera que los haya leído.

Habermas nunca habla elogiosamente de Ortega y Gasset, y en el discurso cuando le dieron el premio príncipe de Asturias lo llamativo es que hable de todo cuando filósofo español recuerda y no nombre a Ortega, el primer filósofo de España y el 5º de Alemania. Habermas incluye a Ortega entre los "mandarines" de la universidad alemana de los años 30, y dice de ellos cosas terribles:"el desprecio de las masas (...) el desteñido sentimiento de estar por encima de todos los partidos, el utillaje conceptual de la cultura de los mandarines, inservible para el análisis sociológico..." El concepto de generación es uno de esos conceptos que, pese a lo que diga Mannheim u Ortega, no aportan nada, ni explican nada. Ortega tiene muchos de esos conceptos inservibles: los lees y piensas: "qué listo, qué original, cuánta razón tiene, qué sugerente", pero luego vas a los datos y no cuadra ni uno, son categorías que no explican los hechos.

¿Por qué cuento todo esto? Porque pese a que la gente prefiera explicar la cultura española como una sucesión de escuelas o generaciones, novecentistas, noventayochistas, el 14, el 27, el 36.... Pues creo que si hablamos de Edad de Plata de repente vemos que todo encaja mucho mejor, que no hay que inventarse listas de características que definan a todos aquellos que pensaron, escribieron, pintaron, enseñaron crearon o investigaron entre las dos repúblicas, porque se trata simplemente de un renacer de la cultura española y que en estos años son comparables en calidad y cantidad con las joyas de nuestro siglo de oro.

domingo, 25 de agosto de 2019

Entre Repúblicas

El primer problema que surge cuando se quiere hablar de la Edad de Plata es el de su duración: cuando empieza, cuando acaba, con qué criterios la delimitamos. Parece que todo el mundo disputa por el inicio y se pone de acuerdo en el final: acaba cuando el franquismo acaba con ella, cuando genera ese erial que fue España en los años de la dictadura.

Me gustaba pensar que la Edad de Plata se genera entre las dos Repúblicas: la 1º República y la libertad que se respira desde el sexenio revolucionario hacen posible el pensamiento y los intelectuales van saliendo de armarios y floreciendo. Surge, también, un pensamiento que es el hilo conductor de todo el progreso y que es el Krausismo.  La Edad de plata le debe mucho al krausismo, porque le debe mucho a la ILE. Así que el comienzo de la Edad de plata creo que hay que situarlo en la 1º República, o en el sexenio revolucionario, porque sin esa primera hornada de genios que despiertan el cacumen hispánico es difícil que se dieran los siguientes. Literariamente la Edad de Plata se inicia con "la fontana de oro" y los primeros libros de Galdós, los de inspiración krausista. Filosóficamente con Salmerón, Pi y Margall, Sanz del Río....

¿Se acaba realmente la Edad de Plata con la entrada de las tropas franquistas?  Franco hizo, desde luego, todo lo posible para que la obra de los españoles progresistas de la Edad de Plata se ignorara absolutamente en suelo hispánico, lo que no significa que esos españoles no dieran lo mejor de sí en otros lares, y que todavía sea nuestra labor traer a España todas las creaciones de esos españoles exiliados. Max Aub se asombra en la gallina ciega de la ignorancia que existe en España acerca de las creaciones de esos españoles: "no tienen ni idea de quienes somos". Carmen Balcells, la excelente editora de Max Aub se esfuerza en ponerle en contacto con estudiantes progresistas, y Aub piensa que le preguntarán por la exposición universal, o por l´espoir, pero no tienen ni idea de nada de eso. Me he enfadado siempre con los profesores de literatura de los institutos porque como a ellos no les enseñaron a Max Aub (por ejemplo) pues ellos tampoco lo enseñan, y así el hueco y la ignorancia que generó el franquismo se sigue perpetuando. Así que no: la Edad de plata no se acaba con el franquismo, y es urgente recuperar para la cultura española toda la obra del exilio.

  LA RESTAURACIÓN   »Los políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente e...