Los unos por los otros: Machado por Luis Cernuda
Cernuda, fue también un crítico extraordinario. Hay poemas magníficos, como el que le dedica a Mozart, o a Galdós, que lo demuestran, además de sus escritos en prosa. Creo que este comentario sobre Machado merece la pena.
Antonio Machado (1876-1939)
AUNQUE no pueda decirse que la literatura, ni
mucho menos la poesía, tengan en nuestro país un público y una crítica, todavía
es posible que entre nosotros ocurran a veces cambios en la opinión y el gusto
literario. Hacia 1925, cuando cualquier poeta joven trataba de expresar su
admiración hacia un poeta anterior, lo usual era que mencionase el nombre de
J. R. Jiménez. Salinas, que tendía poco a la exageración, dice, sin embargo,
entre las líneas preliminares a la selección de sus versos en la Antología (1931)
de Diego: «Estimo en la poesía, sobre todo, la autenticidad... Llamo poeta
auténtico, por ejemplo, a San Juan de la Cruz, a Goethe, a Juan Ramón
Jiménez». Hoy, cuando cualquier poeta trata de expresar su admiración hacia un
poeta anterior, lo usual es que mencione el nombre de Antonio Machado. De
pronto, en uno de esos virajes que marcan el tránsito de una generación a la
otra, la obra de Machado se nos ofrece más cercana a la perspectiva que la de
Jiménez. Y es que los jóvenes, y aún los y que ya han dejado de serlo,
encuentran ahora en la obra de Machado un eco de las preocupaciones del mundo
que viven, eco que no suena en la obra de Jiménez. Machado, que tenía astucia
avizora, nos dejó en sus comentarios en prosa bastante que meditar acerca de
temas variados: literarios, filosóficos, políticos, enfocados por él con una
novedad y una significancia a las que sólo
recientemente ha sido posible hacer justicia. Quién esto escribe recuerda que, al
aparecer en revista los primeros comentarios de Abel Martín y las primeras
notas de Juan de Mairena, allá por 1925, oyó decir a aquel pobre Benjamín
Jarnés, en la tertulia de Revista de Occidente: "¿Para qué publica Machado
esas notas en prosa, que no tienen interés ninguno?" En dichas notas
hacía entonces Machado, sin que nadie se apercibiera, el comentario más agudo
de la época; si las comparamos con los libros en que Ortega y Gasset, por las
mismas fechas, pretendía diagnosticar el presente y vislumbrar el futuro inmediato,
se comprenderá cual de los dos veía mejor y más claro. Cierto que eso no
concierne tanto al poeta Machado como al pensador, al intelectual;
calificaciones de resonancia pretenciosa que no parecen conllevarse bien con la
sencillez irónica que caracterizó siempre su obra
Es verdad que dichos comentarios no surgen
hasta después de publicadas las Nuevas Canciones (1925); es decir,
cuando el impulso poético ya declina en Machado. Y no faltarán quienes digan
que parece remota la relación entre el autor de los poemas contenidos en Soledades,
Galerías y Campos de Castilla, de una parte, y de otra el autor de
las notas contenidas en De un Cancionero Apócrifo y Juan de Mairena, sin
que falten tampoco quienes estimen superior al segundo. Y aunque es verdad que
no siempre coinciden en Machado el poeta y el crítico de la poesía, también lo
es que sus poemas mejores fueron tempranos y sus notas críticas se escribieron
por lo menos un cuarto de siglo después. No es de extrañar, pues, si no
coinciden ahí poesía y crítica: esta es resultado de la experiencia del poeta
que ha vivido y reflexionado, siempre distante de las modas y círculos
literarios de la capital, mientras que los poemas son el fruto primero, aunque
prodigioso de intuición y de instinto.
Ya en las palabras que escribió como prólogo
al librito Soledades (1903), refundido con adiciones en su segunda
edición, Soledades, Galerías y otros Poemas (1907), nos advierte: «Las
composiciones de este primer libro, publicado en enero de 1903, fueron escritas
entre 1899 y 1902. Por aquellos años Rubén Darío, combatido hasta el escarnio por
la crítica al uso, era el ídolo de una selecta minoría[1]. Yo
también admiraba al autor de Prosas Profanas, al maestro incomparable de
la forma J de la sensación, que más tarde nos reveló la hondura de su alma en Cantos
de Vida y Esperanza. Pero yo pretendía —y reparad que no me jacto de
éxitos, sino de propósitos— seguir camino bien distinto. Pensaba yo que el
elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la
línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación de espíritu;
lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice,
con voz propia, en respuesta animada al contacto del mundo. Y aún pensaba que
el hombre puede sorprender algunas palabras de un íntimo monólogo,
distinguiendo la voz viva de los ecos inertes». Observación esta última que sin
duda le parecía importante, pues que ha de repetirla en dos versos de una composición
(«Retrato»):
A
distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces,
una.
Implícita en las líneas citadas hay una
crítica del modernismo y de la obra de Darío, crítica benévola, como después
aconsejó Machado que debía ser la crítica, pero no por eso menos justa; y al
mismo tiempo se marca ahí cuál era la divergencia de Machado con respecto al
modernismo. No es necesario insistir en que no fue Machado un poeta modernista;
lo que acaso tenga interés, por eso mismo, es indicar alguno de los momentos
raros en que su poesía se acerca al modernismo, como en la composición LII
(«Fantasía de una Noche de Abril») de Soledades.
En el prólogo a Campos de Castilla (1912)
también dice algo que conviene recordar: «Pensé que la misión del poeta era
inventar nuevos poemas de lo eterno humano, historias animadas que, siendo
suyas, viviesen no obstante por sí mismas. Me pareció el romance la suprema
expresión de la poesía, y quise escribir un nuevo Romancero. A este propósito
responde "La Tierra de Alvargonzález". Muy lejos estaba yo de pretender
resucitar el género en su sentido tradicional. La confección de nuevos
romances viejos caballerescos o moriscos— no fue nunca de mi agrado, y toda
simulación de arcaísmo me parece ridícula... Mis romances no emanan de las
heroicas gestas, sino del pueblo que las compuso (sobre estas palabras de
Machado volveremos luego) y de la tierra donde se cantaron; mis romances miran
a lo elemental humano, al campo de Castilla… Muchas composiciones encontraréis
ajenas a este propósito que os aclaro. A una preocupación patriótica responden
muchas de ellas otras al simple amor de la naturaleza, que en mí supera
infinitamente al del arte».
Ya en dichas palabras, publicadas en 1912,
asoma una creencia de Machado que no sé si sería poco delicado llamar manía, porque
cuanto más caprichosa parece, tanto más se aferra a ella: la de creer en un
«arte del pueblo». Sabido es el origen germano y romántico de esa creencia, que
parte de la asunción de cómo los poemas épicos medievales, en cada literatura
moderna, son obra del pueblo. Que las gestas épicas primitivas las hiciera
suyas el pueblo, no es de extrañar, puesto que lo que expresaban era la
conciencia nacional naciente, y el pueblo podía así sentirse identificado con
ellas; ahora, que las escribiese el pueblo, es otra cuestión muy distinta, y
repetirla sin más equivaldría a tanto como decir que la religión de una nación
la creó el pueblo, o que la política primitiva de una nación la dirigió el
pueblo. En la vida todo es obra de uno o varios individuos (que no componen una
minoría, ni mucho menos una minoría «selecta»), y el resto es indiferente si
no hostil; hasta que con el paso del tiempo, y con suerte, la repetición de
aquellos actos, por sus creadores mismos o por sus seguidores, hace que queden
entonces tácitamente aceptados por todos como legítimos, cuando han perdido ya
su valor original. Mucho más en arte, donde referirse a un «arte popular» no
puede tener otro sentido que el de designar un arte con el cual el pueblo, en
ciertos momentos, en determinadas circunstancias, se identifica; pero en modo
alguno que lo cree él mismo. Sin embargo, en el caso de Machado, tenemos a
veces que aceptar sin más opinión, por absurda que nos parezca, y aun
tratándose de un hombre de inteligencia clara y poco propicia a los prejuicios,
Que Machado no mencione a Garcilaso y en cambio se extasíe ante cualquier coplilla andaluza es
un ejemplo extremo de los disparates en que pueden incurrir hasta las gentes
más razonables y sensatas.
En las líneas antes citadas hay algunas indicaciones
acerca de sus motivos de inspiración poética: uno es el del campo castellano,
otro el de la preocupación patriótica y el último es el del amor a la naturaleza;
ahora, puesto que el campo de Castilla es naturaleza, podemos reducir a dos
esos motivos de inspiración. La preocupación patriótica, como vimos al hablar
de Unamuno, no es exclusiva de Machado; en cuanto al amor a la naturaleza, como
veremos al hablar de Jiménez, también con éste la comparte Machado. Pero si
comparamos los poemas de inspiración patriótica o nacional de Unamuno con los
de Machado, hallaremos que el primero exalta sin crítica, mientras que el
segundo lleva implícita en sus versos la crítica nacional. Otra diferencia
ocurre si comparamos los poemas de Jiménez y Machado inspirados en la
naturaleza; los del primero son paisajes sentimentales, en cambio los del
segundo adquieren a veces una trascendencia metafísica que no existe en
Jiménez.
Para una tercera edición del libro Soledades,
Galerías y otros Poemas, escribe Machado en 1919 otro prólogo, donde dice,
refiriéndose al momento en que el libro se compuso, que era el fin del siglo:
«La ideología dominante entonces era esencialmente subjetivista; el arte se
atomizaba y el poeta... sólo pretendía cantarse a sí mismo». Luego, aludiendo
a la transformación de la sociedad, añade: «Los defensores de una economía
social definitivamente rota seguirán echando sus viejas cuentas y soñarán con
toda suerte de restauraciones; les conviene ignorar que la vida no se
restaura, ni se compone como los productos de la industria humana, sino que se
renueva o perece». Cito estas últimas palabras, aunque ellas nos apartan un
poco del comentario aquí intentado, exclusivamente literario, porque nos
orientan ya hacia la actitud que Machado tomaría durante la guerra civil.
Frente a lo tornadizo de tantos de sus compañeros de generación, que fácilmente
renegaron o pretendieron olvidar sus palabras y sus obras anteriores, Machado
fue ejemplo de fidelidad a sus creencias, aunque algunos pudieran pensar que se
excedió un poco fue más allá de lo que
esa fidelidad exigía de él.
Líneas atrás dijimos que los mejores de
Machado fueron tempranos, es decir, que entre los reunidos, en Soledades está
lo mejor del poeta. Cosa curiosa: Machado nace
formado enteramente, y el paso del tiempo nada le añadirá, antes le quitará;
no es que en las colecciones siguientes no encontremos poemas die tipo
distinto, porque ya vimos cómo en Campos de Castilla aparecen temas de
inspiración nacional, ausentes de la colección anterior. En ésta, o sea, en Soledades,
hallamos poemas de «lo eterno humano», según la frase del propio autor; en Campos
de Castilla vive y expresa su tiempo. Preferir entre uno y otro tipo de
poesía es cosa enteramente personal, y no tiene otro motivo que la maestría
técnica alcanzada aquí o allá por el poeta, según el criterio del lector. En Campos
de Castilla asoma uno de los temas del 98 que más han envejecido: la
preocupación castellanista; preocupación que lleva a Machado, y sobre todo a
sus críticos primeros, a negar su condición de andaluz, de donde precisamente
le llegó siempre lo mejor de su poesía. A diferencia de lo que ocurría en nuestra
literatura durante los siglos clásicos, cuando los mayores poetas, con rara
excepción, eran castellanos, desde Bécquer acá ocurre precisamente que los
mayores poetas, con excepción más rara todavía, son andaluces. En Soledades vemos
el entronque de Machado con la tradición becqueriana:
A la desierta plaza
conduce un laberinto de callejas.
A un lado, el viejo paredón
sombrío
de una ruinosa iglesia.
Todo ahí, lenguaje, ritmo, visión, procede de
Bécquer; unas veces más evidente, otras más escondido, dicho parentesco aparece
en el mejor Machado, cuando aún no caía en la manía folklorista.
Entre los poemas de su primera colección,
como los que llevan los números Vil («El limonero lánguido
suspende»), XI («Yo
voy soñando caminos»), XVI («Siempre fugitiva y siempre»), XXI («Daba el reloj las doce»), XXVIII («Crear fiestas de amores»), XXX
(«Algunos lienzos del
recuerdo tienen»), XXXIII («¿Mi amor?... ¿Recuerdas, dime?»), LXXVIII («¿Y ha de morir contigo el
mundo mago?»), donde conseguirá Machado expresar admirablemente lo que es el
mundo para el poeta y lo que el poeta es para el mundo, y LXXXVIII («Tal vez la mano en sueños»), está lo mejor, lo
más hondo y perfecto que alcanzó a escribir. Son dichos poemas súbitas
vislumbres del mundo, juntos ahí lo real y lo suprasensible, con una
identificación alcanzada raramente.
Cierto que en Campos de Castilla traza
paisajes espirituales de España que tienen una grandeza innegable, y que el
afán transformador del poeta ve a su tierra con una visión que será o no
conforme con la nuestra o con la verdadera realidad espiritual española, pero a
la cual la urgencia y sinceridad que tienen en Machado les da una justificación.
Recuérdense, por ejemplo, los poemas que en dicha colección llevan los números
CI («El Dios ibero»), tan unamunesco de intención; CXXXV («El mañana efímero»),
de un tono irónico que recuerda a veces a Campoamor y anuncia otras el verso
esperpéntico de Valle-Inclán, y CXLIV («Una España joven»). Pero acaso en unos
pocos versos pueda Machado decir más que en esos otros de mayor extensión,
como ocurre en el poemilla LIII («Ya hay un español, que quiere»), de la serie
«Proverbios y Cantares», en Campos de Castilla. También figura en dicho
libro la composición número CXXVIII («Poema de un día. Meditaciones rurales»),
que en su fluir espontáneo de conciencia e inconsciencia es un anticipo de lo
que años más tarde se llamaría «monólogo interior»; su tono coloquial, su
prosaísmo deliberado, que se levanta así más efectivamente en ciertos momentos, la ironía que
corre bajo los versos, (el ritmo tomado de las Coplas de Manrique) y que
con destreza se adapta a tema bien distinto, hacen de ella una de las más
significativas de su obra. En cambio, el poema «La tierra de Alvargonzález» me
parece un fracaso; la atomización y el subjetivismo de la lírica de aquel
tiempo, limitaciones a las que él mismo alude, con palabras que ya citamos,
acaso tuvieron demasiado alcance en su espíritu para poder luchar
satisfactoriamente contra ellas, como pretende en dicho poema. Es nebuloso y
vago, y el lector se pierde por sus versos como el viajero por el campo
envuelto en niebla. (Claro, es posible que mi opinión esté equivocada; recuerdo
que a Lorca le gustaba el poema en cuestión y hasta hizo de él una versión
dramática que representó alguna vez una compañía de aficionados.)
Trece años después de Campos de Castilla aparecen
Las Nuevas Canciones (1925), libro que nada nuevo añade a lo que ya
había publicado. Es cierto que hay entre sus composiciones alguna, como la
primera del libro, «Olivo del camino», cuyo tono neoclásico es extraño en el
poeta. Y poemitas donde no se si sería justo decir que asoma cierto eco de la
lírica que entonces escriben y publican algunos poetas de la generación nueva;
por ejemplo, las «Canciones del Alto Duero», entre otras, que recuerdan algunos
poemillas de Alberti en su libro primero Marinero en Tierra. Pero
también hay epigramas líricos que muestran la maestría expresiva de Machado,
quien con tres versos dibuja la inmensidad marina nocturna:
Junto al agua negra.
Olor de mar y jazmines
Noche malagueña.
Es una «soleá», pero también parece un hai-kai,
cuya moda había llegado a nuestra poesía, favorecida por las greguerías de
Gómez de la Serna.
Los poemas que después ha de escribir Machado
siguen las dos tendencias divergentes marcadas en Nuevas Canciones: poemas
formalistas, como los sonetos, que en Machado, poeta nada formalista, son de
escaso interés, y composiciones breves cada vez más inspiradas en lo
folklórico, a las cuales podemos incorporar los poemillas sentenciosos y
aforísticos, campoamorinos a veces. No sé hasta qué punto debemos culpar a la
manía folklórica de extinguir los dones poéticos de Machado; pero sea por
influencia nociva de lo «popular», sea por agotamiento de sus facultades
líricas, los poemas que ahora escribe son de valor poético inferior. El poeta
se había acabado antes que el escritor, pues entonces es cuando compone las
notas contenidas en De un Cancionero Apócrifo y Juan de Mairena.
Según dichas notas, para Machado «la poesía
es el diálogo del hombre, de un hombre con su tiempo. Eso es lo que el hombre
pretende eternizar, sacándolo del tiempo, labor difícil y que requiere mucho
tiempo, casi todo el tiempo de que el poeta dispone». Una y otra vez insiste en
la importancia del tiempo para el poeta: «¿Por qué cantaría el poeta sin la
angustia del tiempo?» «Es la poesía palabra en el tiempo.» Juan de Mairena es
«el poeta del tiempo». «El poeta pretende, en efecto, que su obra trascienda de
los momentos psíquicos en que es producida. Pero no olvidemos que precisamente
es el tiempo (el tiempo vital del poeta con su propia vibración) lo que el
poeta pretende intemporalizar, digámoslo con toda pompa: eternizar.»[2] «El
poema que no tenga muy marcado el acento temporal estará más cerca de la lógica
que de la lírica.» «Una intensa y profunda impresión del tiempo sólo nos la dan
muy contados poetas.» Subraya esa temporalidad, como requisito esencial del
poema, oponiendo Calderón (por el cual Machado, aun sintiendo respeto, carece
de simpatía) a Jorge Manrique (para Machado el poeta español más admirable);
escoge del primero, como ejemplo, el soneto a unas flores, «Estas que fueron
pompa y alegría», de El Príncipe Constante (sospecho que Machado apenas
debió leer a Calderón, y precisamente la muestra que da de su poesía, el soneto
citado, es la única que se encuentra de él en la tan lamentable como difundida colección Las
Cien Mejores Poesías Líricas, compilada por Menéndez Pelayo), y del segundo
la estrofa «¿Qué se hicieron las damas?» de las Coplas, para concluir
que los versos de Calderón quedan fuera del tiempo, mientras que los de
Manrique fluyen con él. «En cuanto nuestra vida coincida con nuestra
conciencia, es el tiempo la realidad Último » Pero en esa temporalidad, que es
para Machado condición primaria de la poesía, podemos suponer algo diabólico,
ya que el Infierno es «la espeluznante mansión del tiempo, en cuyo círculo más
hondo está Satanás dando cuerda a un reloj gigantesco por su propia mano»
Las frases citadas no son sino indicio de un
pensamiento metafísico que podemos suponer tras de la poesía de
Machado. «Todo poeta (dice,
atribuyendo sus palabras a Juan de Mairena) supone una metafísica; acaso cada
poema debiera tener la suya —implícita, claro está, nunca explícita—, y el
poeta tiene el deber de exponerla, por separado, en conceptos claros.»
Recuérdese que Goethe dijo más o menos lo mismo, aunque aclarando que dicha
metafísica no era necesario que fuese original del poeta, sino que éste, para
sus propios fines, podía tomarla de algún filósofo, como hizo él con Spinoza.
En cuanto al lenguaje poético, Machado es partidario decidido del lenguaje hablado.
«Si dais en escritores, sed meros taquígrafos de un pensamiento hablado.» «El
encanto inefable de la poesía, que es, como alguien certeramente ha dicho, un
resultado de las palabras[3], se
da por añadidura en premio a una expresión justa y directa de lo que se dice.»
«Saber que en poesía —sobre todo en poesía— no hay giro o rodeo que no sea una
afanosa búsqueda del atajo, de una expresión directa.»
No es seguro que el prestigio grande de que
hoy goza la obra de Machado resista Intacto al paso del tiempo; pero acaso sí
lo sea que el lector, venidero de su poesía encuentre en ella algún eco vivo a
cierta angustia de «lo eterno humano», que entre muchos inolvidables versos
suyos podemos cifrar en aquel donde se nos muestra «siempre buscando a Dios
entre la niebla».
Es chocante hallar en Machado esa frasecilla tan pretenciosa como
falsa.
Es curioso comparar esas palabras de Machado con otras de un místico
musulmán citadas por Massignon: «Hallach paseaba un día con sus discípulos por
una calle de Bagdad cuando les sorprendió el sonido de una flauta exquisita.
"¿Qué es eso?", le preguntó uno de los discípulos. Y él responde:
"Es la voz de Satán que llora sobre el mundo".
»¿Cómo hay
que comentarlo? ¿Por qué llora sobre el mundo? Satán llora sobre el mundo
porque quiere hacerlo sobrevivir a la destrucción; llora por las cosas que
pasan, mientras caen y sólo Dios permanece. Satán ha sido condenado a
enamorarse de las cosas que pasan y por eso llora».
No sé si
Machado alude ahí a cierto diálogo conocido entre Mallarmé y Degas. Como éste
se quejara de la dificultad de la poesía con respecto a la pintura, aduciendo
que hacía tiempo tenía entre manos un soneto que no podía terminar, dice a
Mallarmé: «Y lo que es ideas, no me faltan». A lo cual responde Mallarmé; «Mi
querido amigo, los versos no se escriben con ideas; se escriben con palabras».