DON FRANCISCO GINER Y LA ESPAÑA DE SU ÉPOCA
O UN PEDAGOGO[1]
Este
febrero de 1965 varios españoles —no sé
cuántos- vamos a conmemorar
el medio siglo de la muerte de un español singular: don
Francisco Giner de los Ríos. Aunque todavía quedan entre nosotros ancianos (y
ancianos de los más ilustres) que lo trataron, para la juventud actual y aun
para los que ya no somos jóvenes, es decir, para los que nacimos en fecha
próxima a la de su muerte, Giner es una figura o algo enigmática, o
desconocida. Enigmática por la leyenda que se ha formado en su derredor,
primero; desconocida, por el silencio que cernió sobre él, después.
La
leyenda gineriana —como muchas otras leyendas—presenta dos aspectos. Existe, en efecto, una especie
de leyenda negra en torno a la Institución Libre de Enseñanza y su más
conocido fundador y sostenedor y otra leyenda que podríamos llamar
blanca, rosa, o mejor, áurea». De la primera poco he de
decir. En gran parte condicionada por la incompatibilidad
absoluta, irreductible, de don Marcelino
Menéndez Pelayo con
don Francisco.
Alguien que vivió los años
de su juventud muy cerca del segundo, me ha
solido contar repetidas veces
que en cierta ocasión en que don Marcelino estampó reflexiones poco agradables
acerca de la labor de Giner de los Ríos, éste tuvo que hacer
un esfuerzo considerable de voluntad, a fin de evitar el choque personal,
directo, en uno de los claustros de la vieja Universidad de la calle Ancha.
Giner
y con él Sanz del Río, don Fernando de Castro, Salmerón y otros krausistas
salieron muy mal parados en la primera edición de la Historia de los
heterodoxos y de allí mana la fuente en que, en gran parte, se alimentó la
leyenda negra susodicha.
Frente
a ésta nos encontramos con la veneración sin reservas que profesaron por don
Francisco muchos de sus discípulos y cantidad considerable de personas que le
trataron desde otro plano social. Al testimonio directo que tengo de hombres
como el llorado don Alberto Jiménez Fraud y algunos de mis maestros del
Instituto Escuela, he de añadir los de personalidades tan distintas entre sí
como Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, d'Ors y Pijoan, entre los
muertos; Azorín, Menéndez Pidal, Gómez Moreno o Carande, entre los que, por fortuna,
viven.
¿Qué
fuerza poseía Giner para ejercer fascinación semejante, que alcanzaba incluso
a hombres de Iglesia de su época? Es difícil averiguarlo a través de su obra escrita,
con ser ésta más abundante y actual de lo que se ha dicho y repetido. Pero es
también verdad que no refleja lo más sobresaliente de aquella personalidad en
la que primaba el carácter, un carácter de una pieza en un país en el que no
hay tantos hombres fuertes como se dice (o al menos de esta clase de temple).
Don
Francisco Giner sale a la vida pública en las postrimerías del reinado de
Isabel II. Viene a
Madrid del Sur, de Andalucía, y aparece vinculado a una personalidad muy
destacada en la política española de entonces: es sobrino del gran orador Ríos
Rosas y durante algún tiempo se le conoce como joven en trance de merecer: es
Francisco Giner de los Ríos y Rosas. No existe mucho parecido en lo físico ni
en lo moral entre los dos, aunque vivieron muy vinculados hasta el momento en
que muere el tribuno, dejando como toda herencia unos cuantos duros en la
mesilla de noche de su alcoba, según cuenta don Juan Valera. Acaso sea esta
honradez básica el rasgo que les hace más afines; acaso haya en la personalidad
abruptamente andaluza de Ríos Rosas algo que don Francisco sentía hervir en él
y que procuraba reprimir siempre. Don Ramón Carande me ha contado cómo a veces
en clase daba rienda suelta a un fuerte instinto de orador y que, de repente,
se veía que lo reprimía, como avergonzándose de él. Fue, sin duda, don
Francisco hombre de represiones, que ejerció sobre sí mismo aquel género de
vigilancia que todo filósofo moralista, desde Sócrates, se ha exigido a sí y
ha exigido a los de su escuela. Y fue también hombre de escuela: primero como
discípulo fiel, después como maestro admirado, querido y acaso un poco temido.
La relación espiritual de Giner de los Ríos con don Julián Sanz del Río,
relación de sus años mozos, es algo que no está aún bien estudiado, porque la
obra inédita del introductor del krausismo en España, es muy vasta y creo que
cuando se analice, su figura saldrá revalorada y no resultará tan hermética
como parece, a través de lo que de él hay publicado o dicho. Sanz del Río fue
capaz de profesar unos cursos monográficos de Historia de la Filosofía,
empezando con los presocráticos, acabando con el idealismo alemán y pasando
por los autores cristianos y del Renacimiento, y para ello utilizó fuentes de
primera mano, o textos de eruditos alemanes de una época gloriosa para la
ciencia germánica. Sanz del Río se esforzó, pues, en superar la tendencia a la
improvisación brillante de los profesores de su época y es con sorpresa con lo
que el que se acerca a la masa de sus obras inéditas, ve que se planteó temas
como el de la ciencia española, la aportación española a la filosofía y otros
que, luego, parecen poco relacionados con su escuela y grupo y sí con la de
quienes le fueron hostiles. En todo caso —repito— su figura debe de volverse a
estudiar, no sólo para ponerla en relación exacta con la de su discípulo, sino
también para valorarla en sí misma, de modo justo y adecuado.
Muerto
Sanz del Río, sus discípulos tuvieron unos años, muy pocos, de gran influencia
en la Universidad. La revolución del 68 fue acogida por todos con enorme
entusiasmo. Algunos descollaron ya como oradores en las Cortes del 69 o en torno
a ellas. Con la República alcanzaron puestos políticos de primera fila... Pero
vino la Restauración y las grandes ilusiones se trocaron en desesperanza.
Tampoco está bien matizada en los textos la historia de los años que van desde
la caída de Doña Isabel II a la de la proclamación de su hijo. Es claro que Doña Isabel había perdido todo crédito entre
las masas liberales, por muy simpática que fuera
personalmente. No se habla tanto como se debiera (y a mi juicio éste es un
primer fallo) de la influencia ejercida por su marido, no tan simpático y
ridiculizado en exceso. Hombres como Valera, que años después habían de
proteger y guiar los pasos de Menéndez Pelayo en Madrid, acogieron con
alborozo la Revolución, vieron con pena la caída de la República y se sintieron
distantes, en principio, de la Restauración. Durante aquellos años de transición
España hirvió, culturalmente hablando. Los krausistas con su filosofía un tanto
oscura, los hegelianos, los darwinistas y positivistas, los tradicionalistas y
neocatólicos, una cantidad de gente apasionada creyó que la política era
fundamentalmente cosa de filósofos, de hombres de ciencia, de hombres de fe y
que el pensador debería de ser político y el político pensador. Los últimos
representantes del racionalismo dieciochesco, de la impiedad volteriana, del
progresismo popular o del progresismo regalista, jurídico, doceañista, habían
muerto o eran hombres decrépitos. La gente joven estaba como embriagada con
nuevos doctrinarismos. Apenas proclamada la Restauración surgió la famosa
«cuestión universitaria», decisiva en la vida de don Francisco de Giner de los
Ríos. Esta cuestión la provocaron unos profesores jóvenes que, siendo
presidente don Antonio Cánovas y ministro de Fomento un político de origen
moderado (el cual ya había tenido choques con los estudiantes en tiempo de
Isabel II), el
marqués de Orovio, explicaron en Santiago de Compostela la teoría de la
evolución, tal como la había expuesto Darwin. El doctor Carracido contó en
algunos artículos escritos ya en su madurez, con cierto verbo, varios de los
incidentes que provocó tal enseñanza; pero los más curiosos se hallan
registrados en los papeles de uno de aquellos profesores, don Augusto González
de Linares, al que varios estudiantes compostelanos llegaron a desafiar, pues
no podían tolerar que alguien admitiera o supusiera que descendían del mono,
cosa que al señor ministro «del ramo» también le parecía horrorosa y ridícula
a la par, según declaró en el Congreso. Y he aquí cómo la teoría de Darwin
provocó una ley y esta ley causó un movimiento de solidaridad entre profesores
de ideología muy distinta entre sí, la separación de la cátedra de algunos y
el destierro e incluso la prisión o confinamiento de otros. Entre éstos se
hallaba Giner.
La
cuestión universitaria irritó a Cánovas más de la cuenta. Dio a su partido un
aire del que ya no se pudo liberar mientras él fue jefe (ni tampoco en época de
Silvela y de Maura): de partido contrario a ciertos movimientos intelectuales
«modernos». Idearon los profesores implicados en aquella lucha fundar una
especie de Universidad libre: de aquí salió la Institución según es sabido.
En
sus cursos primeros aparecen dando clases y conferencias hombres de ideología
muy distinta. Futuros presidentes del Gobierno de la Monarquía, como Montero
Ríos y Moret, don Juan Valera, ex ministros de don Amadeo y de la República...
Aquella primera fase de la Institución tuvo un carácter algo distinto al que
tiene después. Un joven historiador que ideológicamente nada tiene que ver con
Giner ni con sus discípulos, el señor Cacho Víu, ha escrito un libro que ha
alcanzado resonancia, lleno de noticias valiosas acerca de ella. La personalidad
de Giner de los Ríos es, sin embargo, mucho más destacada que la que hubiera
podido tener un simple mentor y orientador pedagógico, encerrado en aquel
centro.
Si
Cánovas fue el artífice de la Restauración, no cabe duda de que Sagasta, de
vuelta ya de errores y precipitaciones, fue el que la consolidó más, atrayendo
a muchos que habían visto con alborozo la caída de los Borbones (empezando por
él mismo) y sirviendo a reyes de aquella dinastía. En este momento «sagastino»
Giner tiene especiales coyunturas para realizar una obra que va ampliándose,
perfeccionándose en los treinta y tantos años postreros de su vida. No
solamente los profesores depuestos han vuelto ya a sus cátedras. Han vuelto a
ellas hombres políticos más notados como don Nicolás Salmerón. Giner mantuvo
durante toda su vida un contacto estrecho con éste y con otras figuras del
republicanismo, como don Gumersindo de Azcárate. Poca, o por mejor decir nula,
con Pi y Margall o Castelar. De su grupo salieron jóvenes que nutrieron luego
las filas socialistas y republicanas de izquierda; pero hubo, por otra parte,
cantidad sensible de elementos de los que ya a fines de siglo se llamaban
«institucionistas» que militaron en otros partidos: fueron así reformistas de
Melquíades Alvarez, monárquicos de Moret, o de Montero Ríos, liberales más o menos
avanzados... Los hombres que constituían el núcleo principal del
institucionismo a fines del siglo pasado, con don Francisco a la cabeza, eran
hombres que creían que el «problema de España», en esencia, era un problema
pedagógico, de educación.
II
Este
grupo al que aludo es el que se forma en torno a Giner con personas nacidas en
la década de 1850 a 1860, o poco después. Dentro de él la figura mayor, el
discípulo predilecto, más bien hijo espiritual, fue Cossío. Cossío y don Ricardo
Rubio, siendo jóvenes escribían durante sus viajes a Giner llamándole «padre».
Había afectos hondos unidos a ideales comunes, en aquellos hombres que eran
románticos hasta un grado bastante mayor de lo que se piensa, de un
Romanticismo más razonador que el
«primero», pero Romanticismo al fin.
Ejerció
Giner una influencia decisiva en la vida de Cossío, lanzándole a tareas
pedagógicas, como la ejerció sobre González de Linares, sobre Rubio, sobre el
astrónomo Arcimis, etc. Para llevar adelante sus tareas docentes en la
Universidad, en la cátedra de Filosofía del Derecho y en la Facultad, publicó
una serie de traducciones de textos claros, sencillos y autorizados. A veces
ilustró con notas propias aquellas publicaciones, que dan una sensación
extraña, comparadas con los mazorrales libros de texto de la época y de
después: una sensación de sequedad y concisión casi excesivas.
Pero
por muy importante que fuera su actividad como profesor universitario, era
mayor la que realizaba todos los días, desde muy temprano, en la Institución,
en que vivió con la familia Cossío largos años. La hora en que se reunían
muchos de los hombres del grupo a decidir lo que había que hacer en la jornada
era la hora del desayuno. Cuando el Madrid de comienzos de siglo, envuelto
todavía en brumas y neblinas, comenzaba a desperezarse, iban camino de la
Institución hombres públicos, escritores, profesores, políticos, a verse con
Giner y con Cossío: Azcárate, González Posada, Bolívar, Linares..., los que
llegaban de Universidades de provincias,
de Barcelona, de Sevilla, de Granada. Así se organizaban proyectos, servicios,
tareas. Considerar a Giner como a un profesor universitario de Filosofía del
Derecho, seguidor de Sanz del Río y, por lo tanto, de Krause, preocupado por
la enseñanza primaria y secundaria, que también ejercía en la Institución, es
lo más fácil y común. También es corriente considerarlo como apóstol del Laicismo.
Pero
poco o nada se dice de lo que influyó en la organización de la enseñanza de
las Ciencias Naturales, las Bellas Artes y las Letras en general, incluso antes
de que se creara la Junta para Ampliación de Estudios. No se habla de sus
relaciones cordiales en casos, respetuosas en otros, con personalidades como
don Antonio Maura o don Enrique Gil Robles. Cuando se estudie con detalle la
correspondencia de don Francisco Giner, que empieza allá por los años de 1866 y
termina pocos meses o semanas antes de morir, se verá qué enorme capacidad
tenía para entablar relaciones sociales (no sólo de tipo cultural). Son miles
las cartas que le llegaron, miles las cartas a que respondió, más o menos
brevemente. Casi todas reflejan algún objeto, algún fin público, general.
Incluso las familiares. Si, por ejemplo, su hermano Hermenegildo le escribía
desde Barcelona, le informaba a la par de los sucesos de 1909 o de lo que
ocurría de más sobresaliente en el momento. Desfilan en aquella correspondencia
desde los viejos profesores alemanes, seguidores de Krause, como Von Leonhardi,
a comentaristas de Platón, como Lustoslawski, o famosos historiadores del Derecho,
como Stammler. Los vínculos son múltiples: con Inglaterra, Francia, Italia,
Portugal. Acaso, sin embargo, las cartas más curiosas para nosotros sean las
que reflejan la intimidad de don Francisco con las primeras figuras de la
literatura española de su época: con Clarín, con Unamuno, con doña
Emilia Pardo Bazán, etc. Adivinamos, a veces, tensiones pasajeras,
discrepancias de opinión (por ejemplo, con don Juan Valera en un momento
dado). Advertimos el silencio de Galdós. Percibimos cuáles son los discípulos
de su mayor intimidad, o en quienes más fía. Haría falta un crítico con la capacidad
de extraer consecuencias de las cosas menudas que tenía Sainte-Beuve, para
sacar de esta materia epistolar ingente lo que merece que se saque de ella: un
libro como el Port-Royal de aquél. Porque la imagen de Port-Royal
se presenta
pronto a aquel que estudie a los hombres de la Institución con atención y
respeto. Puede sernos antipático o no el jansenismo, como puede producirnos
mayor o menos simpatía la Institución: pero nadie será capaz de restarles
importancia y respetabilidad. En los albores de este siglo la «Institución»
como tal era una verdadera institución madrileña. Aunque parezca poco
congruente, ya había muchachos que de modo un tanto achulapado y familiar la
llamaban la «Insti». Es entonces cuando comienza a dar los primeros frutos y
cuando atrae a jóvenes de provincias que si no a estudiar en ella, si van a
ella para trabajar bajo la dirección de Giner, de Cossío o de otros profesores
que allí se reunían. Un grupo andaluz, malagueño, que se forma en función del
andalucismo de los Giner, y un grupo astur-leonés, que se constituye en torno a
Azcárate, Pedregal y algún otro miembro más viejo, son los dos grupos étnicos
más destacables dentro de la casa. Pero de Cataluña llegan a ella Corominas, A.
Hurtado, Eugenio d'Ors, Pijoan... De Sevilla, los Machado, los Castro. También
de Valencia, de Granada, de allá donde hay Universidades se presentan jóvenes a
buscar el saber y, sobre todo, el consejo de don Francisco. En la Universidad
de Oviedo existe una especie de sucursal de la Institución desde muy antiguo...
Bueno será recordar que los profesores de Oviedo sacaron como senador a Menéndez
Pelayo, como es igualmente saludable recordar que fueron los llamados
escritores del 98 los que protestaron más cuando éste no fue nombrado director
de la Academia Española. Porque es hora de empezar a deshacer los efectos de
cierta mitología político-literaria en que el Bien y el Mal están ordenados
según el viejo sistema dualista de los maniqueos.
Excusado
es decir que de la Institución salieron muchos profesores de izquierdas: don
Julián Besteiro, don Fernando de los Ríos, don Francisco y don Domingo Bar-nés,
don Martín Navarro, etc. Salieron también personas ocupadas en su
especialización más que en otra cosa. Aún no hace mucho que se ha celebrado el
cincuentenario de la fundación de la Residencia de estudiantes de la que fue
director o presidente uno de los discípulos más jóvenes de Giner: Jiménez
Fraud. Surgió bajo el mismo signo la Junta para ampliación de estudios en la
que el
mismo Giner tuvo
como hombre de su entera confianza a don José Castillejo: otra figura sobresaliente y oscura u
oscurecida, de la que ha dado hace poco una magnífica semblanza el maestro
Carande.
Estamos
en la época en que se manda a Alemania a los jóvenes más capaces para que
vuelvan «preparados», “formados». Reveladora es la correspondencia de estos jóvenes
con don Francisco. García Morente, primero, Ortega, Castillejo y otros muchos
van dándole cuenta de su cuntacto con la Alemania anterior a la guerra del 14.
Por su parte, los maestros de la Junta le exponen sus problemas, hacen sus
consultas: filólogos, historiadores del Arte, arqueólogos, médicos, físicos,
naturalistas, se hallan en un momento de fe en el futuro, aunque por principio
se quejan demasiado de la inercia, del atraso del país. Los trenos respecto a
«esta España», «este país», abundan.
Tuvo
Giner de los Ríos un momento de gran influencia cuando Moret fue presidente del
Consejo: Moret es el ministro de la Institución por antonomasia. Después
aquella influencia disminuyó algo, pero no cesó: tal era el prestigio de lo
obtenido. Por otra parte, Giner en momentos como el de la crisis de 1909 y
otros graves, supo defender la «apoliticidad» de su empresa, frente a viejos
amigos y colaboradores; por ejemplo, Salmerón y Simarro. Algunos vieron en esto
«claudicación» o acomodo y hablaron de los «institucionistas», como de los
«jesuítas de la acera de enfrente». Advertiría yo —sin ánimo de ironizar— que,
en realidad, los «jesuítas de la acera de enfrente» fueron los jansenistas y
que entre unos y otros hubo hombres admirables. Creo que fue el mariscal
Lyautey el que dijo al final de su vida que lo mejor que le puede ocurrir a un
hombre es morir a tiempo. Don Francisco Giner de los Ríos tuvo esta gran
fortuna: murió en febrero de 1915, a una edad que hoy no nos parecería tan
avanzada, pero que entonces sí lo era: con más de setenta años. Su muerte fue
muy sentida. Lo reflejan cientos de testimonios que se conservan. Desde
humildes maestros rurales hasta los hombres más famosos de la época hubo
unanimidad en expresarlo. De estos testimonios los más significativos son los
de las personas sencillas, para las que Giner era una especie de santo (el
modelo de lo que se ha llamado «santo laico») y el de las cabezas más fuertes
para las que don Francisco era una especie de Sócrates, más digno de admiración
por su conducta, su magisterio vivo, directo, que por la doctrina o la obra que
hubiera dejado plasmada de modo formalizado, en libros o escritos.
III
En
mi casa, en una casa de gente liberal («progresista», según ha dicho alguien
con pretensiones de ironía), los pareceres con respecto a la Institución eran
diversos. Mi tío Ricardo, grabador, pintor, con cierta predisposición a la
matemática y a la mecánica, poco aficionado a las honduras psicológicas y para
el que Epicuro y Lucrecio eran maestros cercanos, tenía poca simpatía por el
grupo. Mi tío Pío no sentía, por su parte, sus inquietudes pedagógicas, no
creía demasiado en los programas, porque fue el hombre menos programático que
he conocido; pero tenía respeto y curiosidad por las figuras de Giner y
Cossío, como personas o individualidades.
Fue
el primero que me señaló la afinidad del movimiento que representaban con el
de Port-Royal. Durante los años en que Sorolla estaba pintando los retratos de
los españoles más importantes de la época para la Hispanic Society de Nueva
York, mi tío Pío fue durante varios días a «posar» al estudio del pintor y aun
después siguió yendo algo allí. Había mucha amistad entre Sorolla y Giner y
sobre todo entre Sorolla y Cossío. Una amistad incluso de vecinos, como la que
tenía don Francisco con unas monjas. En el estudio se encontró mi tío Pío a
los dos y ésta es la fuente más antigua y directa que tengo de conocimiento de
sus dos estampas tan compenetradas y en aspectos tan diferentes.
Chocaba
a mi tío, que, en efecto, venía de padre llamémosle progresista y con ideas
bastante dieciochescas en materia religiosa, la peculiar religiosidad de Giner,
y sobre este punto hubieron de hablar... La única consecuencia que recuerdo
extraída de aquellas conversaciones es que tanto don Francisco como don Manuel
hallaban en el retrato hecho por Sorolla y por supuesto, en el original vasco
del mismo, cierto parecido con alguno de retratos, más o menos apócrifos
de San Ignacio... otra parte, en algo en que coincidían plenamente (salvo el pintor acaso) era en la admiración más grande por eI Greco y en un
interés por lo popular que hizo que en la Institución se formarán las primeras
colecciones de artes populares, como la constituida en el Museo Pedagógico,
y se organizaran aquellas memorables excursiones
a las viejas ciudades y campos de España, paralelas a las que por su
cuenta y con carácter más personal, llevaban a cabo mis tíos, con Ciro Bayo,
Azorín, Valle-Inclán etc., o las que con intenciones particulares realizaban historiadores y filólogos con Menéndez Pidal a la cabeza, o
arqueólogos como don Manuel Gómez Moreno. ¡Qué
España tan distinta de esta actual alcanzaron a ver aquellos
hombres! ¿Dónde está ya aquel país misterioso lleno de imprevistos, de contrastes en lo
bueno y lo malo?
Pero
en mi casa había una tercera persona que opinaba sobre la Institución: mi
propia madre. En ella no había reservas, y como madre sentía una admiración
plena por la tarea que llevaban a cabo algunas mujeres del grupo, como las
señoritas de Quiroga, hijas huérfanas del naturalista que hizo la expedición a
Río de Oro e Institucionista de primera hora. (Otro asunto que está por tratar
es el de la participación en las empresas africanas finiseculares del elemento
institucionista, con Cosio, Azcárate, Quiroga, Jiménez de la España, etc., y
contra el «esquema» africanista o antiafricanista forjado en nuestros días y a
posteriori.) En fin, yo de chico no fui a la Institución, pero sí al
Instituto-Escuela, y allí pude tratar a profesores y alumnos muy vinculados con
la misma. Después he estado unido por amistades distinlas a personas que
conocieron a Giner, con la familia de Cossío, con otros hombres de su grupo.
Han
pasado los años, han ocurrido tantas y tan graves cosas en España, en Europa y
en el mundo, que los hechos ocurridos hace un cuarto de siglo o algo más, parecen
asuntos de época remota e incluso oscura para muchos: bastantes españoles
cincuentones podemos contarnos entre los seres naturales que han quedado en la
mera categoría de supervivientes y hay toda una juventud para la que los
comienzos de este siglo son desconocidos. Grandes peligros trae el
desconocimiento del pasado y más si se trata de un pasado cercano: más grave
aun que la ignorancia es la
falsificación de lo que se sabe de el, hecha con mala o con buena intención.
Para el caso es lo mismo. Un joven que hoy, en 1965, no tenga idea de lo que
fue don Francisco Giner de los Ríos no puede presumir de saber lo que es España
y lo que son los españoles.
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