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domingo, 16 de febrero de 2020

Los unos por los otros. Semblanza de Giner de los Ríos

Lo que yo piense no creo que tenga ningún interés, pero sí que lo tiene lo que unos protagonistas de la edad de plata piensen de los otros. Muchos escritores, políticos, generales y gente variada ha escrito memorias de aquellos años en las que han opinado de sus compañeros de fatigas. Quiero incluir una sección de semblanzas que sirvan de biografías si es que no son malintencionadas. 

 Empecemos con una semblanza de Giner de los ríos que nos ofrece Caro Baroja:

DON FRANCISCO GINER Y LA ESPAÑA DE SU ÉPOCA

O   UN PEDAGOGO[1]


Este febrero de  1965 varios españoles —no sé cuántos-  vamos a conmemorar el medio siglo de la muerte de un español singular: don Francisco Giner de los Ríos. Aunque todavía quedan entre nosotros ancianos (y ancianos de los más ilustres) que lo trataron, para la juventud actual y aun para los que ya no somos jóvenes, es decir, para los que nacimos en fecha próxima a la de su muerte, Giner es una figura o algo enigmática, o desconocida. Enigmática por la leyenda que se ha formado en su derredor, primero; desconocida, por el silencio que cernió sobre él, después.
La leyenda gineriana —como muchas otras leyendas—presenta  dos aspectos. Existe, en efecto, una especie de leyenda negra en torno a la Institución Libre de Enseñanza y su más conocido fundador y sostenedor y otra leyenda   que podríamos  llamar  blanca, rosa,  o   mejor, áurea». De la primera poco he de decir. En gran parte condicionada por la incompatibilidad absoluta, irreductible, de don Marcelino   Menéndez   Pelayo  con   don Francisco.  Alguien que   vivió los  años   de su juventud muy cerca del   segundo, me ha solido  contar repetidas veces que en cierta ocasión en que don Marcelino estampó reflexiones poco agradables acerca de la labor de Giner de los Ríos, éste tuvo que hacer un esfuerzo considerable de voluntad, a fin de evitar el choque personal, directo, en uno de los claustros de la vieja Universidad de la calle Ancha.
Giner y con él Sanz del Río, don Fernando de Castro, Salmerón y otros krausistas salieron muy mal parados en la primera edición de la Historia de los heterodoxos y de allí mana la fuente en que, en gran parte, se alimen­tó la leyenda negra susodicha.
Frente a ésta nos encontramos con la veneración sin reservas que profesaron por don Francisco muchos de sus discípulos y cantidad considerable de personas que le trataron desde otro plano social. Al testimonio directo que tengo de hombres como el llorado don Alberto Jimé­nez Fraud y algunos de mis maestros del Instituto Escue­la, he de añadir los de personalidades tan distintas entre sí como Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jimé­nez, d'Ors y Pijoan, entre los muertos; Azorín, Menéndez Pidal, Gómez Moreno o Carande, entre los que, por for­tuna, viven.
¿Qué fuerza poseía Giner para ejercer fascinación se­mejante, que alcanzaba incluso a hombres de Iglesia de su época? Es difícil averiguarlo a través de su obra es­crita, con ser ésta más abundante y actual de lo que se ha dicho y repetido. Pero es también verdad que no re­fleja lo más sobresaliente de aquella personalidad en la que primaba el carácter, un carácter de una pieza en un país en el que no hay tantos hombres fuertes como se dice (o al menos de esta clase de temple).
Don Francisco Giner sale a la vida pública en las pos­trimerías del reinado de Isabel II. Viene a Madrid del Sur, de Andalucía, y aparece vinculado a una personali­dad muy destacada en la política española de entonces: es sobrino del gran orador Ríos Rosas y durante algún tiempo se le conoce como joven en trance de merecer: es Francisco Giner de los Ríos y Rosas. No existe mucho parecido en lo físico ni en lo moral entre los dos, aun­que vivieron muy vinculados hasta el momento en que muere el tribuno, dejando como toda herencia unos cuan­tos duros en la mesilla de noche de su alcoba, según cuenta don Juan Valera. Acaso sea esta honradez básica el rasgo que les hace más afines; acaso haya en la per­sonalidad abruptamente andaluza de Ríos Rosas algo que don Francisco sentía hervir en él y que procuraba reprimir siempre. Don Ramón Carande me ha contado cómo a veces en clase daba rienda suelta a un fuerte instinto de orador y que, de repente, se veía que lo repri­mía, como avergonzándose de él. Fue, sin duda, don Francisco hombre de represiones, que ejerció sobre sí mismo aquel género de vigilancia que todo filósofo mo­ralista, desde Sócrates, se ha exigido a sí y ha exigido a los de su escuela. Y fue también hombre de escuela: primero como discípulo fiel, después como maestro ad­mirado, querido y acaso un poco temido. La relación es­piritual de Giner de los Ríos con don Julián Sanz del Río, relación de sus años mozos, es algo que no está aún bien estudiado, porque la obra inédita del introductor del krausismo en España, es muy vasta y creo que cuan­do se analice, su figura saldrá revalorada y no resultará tan hermética como parece, a través de lo que de él hay publicado o dicho. Sanz del Río fue capaz de profesar unos cursos monográficos de Historia de la Filosofía, empezando con los presocráticos, acabando con el idea­lismo alemán y pasando por los autores cristianos y del Renacimiento, y para ello utilizó fuentes de primera mano, o textos de eruditos alemanes de una época glo­riosa para la ciencia germánica. Sanz del Río se esforzó, pues, en superar la tendencia a la improvisación bri­llante de los profesores de su época y es con sorpresa con lo que el que se acerca a la masa de sus obras inédi­tas, ve que se planteó temas como el de la ciencia espa­ñola, la aportación española a la filosofía y otros que, luego, parecen poco relacionados con su escuela y grupo y sí con la de quienes le fueron hostiles. En todo caso —repito— su figura debe de volverse a estudiar, no sólo para ponerla en relación exacta con la de su discípulo, sino también para valorarla en sí misma, de modo justo y adecuado.
Muerto Sanz del Río, sus discípulos tuvieron unos años, muy pocos, de gran influencia en la Universidad. La revolución del 68 fue acogida por todos con enorme entusiasmo. Algunos descollaron ya como oradores en las Cortes del 69 o en torno a ellas. Con la República alcanzaron puestos políticos de primera fila... Pero vino la Restauración y las grandes ilusiones se trocaron en desesperanza. Tampoco está bien matizada en los textos la historia de los años que van desde la caída de Doña Isabel II a la de la proclamación de su hijo. Es claro que Doña Isabel  había perdido todo crédito  entre  las masas liberales, por muy simpática que fuera personal­mente. No se habla tanto como se debiera (y a mi juicio éste es un primer fallo) de la influencia ejercida por su marido, no tan simpático y ridiculizado en exceso. Hom­bres como Valera, que años después habían de proteger y guiar los pasos de Menéndez Pelayo en Madrid, aco­gieron con alborozo la Revolución, vieron con pena la caída de la República y se sintieron distantes, en princi­pio, de la Restauración. Durante aquellos años de tran­sición España hirvió, culturalmente hablando. Los krausistas con su filosofía un tanto oscura, los hegelianos, los darwinistas y positivistas, los tradicionalistas y neo­católicos, una cantidad de gente apasionada creyó que la política era fundamentalmente cosa de filósofos, de hombres de ciencia, de hombres de fe y que el pensador debería de ser político y el político pensador. Los últimos representantes del racionalismo dieciochesco, de la impie­dad volteriana, del progresismo popular o del progresismo regalista, jurídico, doceañista, habían muerto o eran hombres decrépitos. La gente joven estaba como embria­gada con nuevos doctrinarismos. Apenas proclamada la Restauración surgió la famosa «cuestión universitaria», decisiva en la vida de don Francisco de Giner de los Ríos. Esta cuestión la provocaron unos profesores jóvenes que, siendo presidente don Antonio Cánovas y ministro de Fo­mento un político de origen moderado (el cual ya había tenido choques con los estudiantes en tiempo de Isabel II), el marqués de Orovio, explicaron en Santiago de Compostela la teoría de la evolución, tal como la había expuesto Darwin. El doctor Carracido contó en algunos artículos escritos ya en su madurez, con cierto verbo, varios de los incidentes que provocó tal enseñanza; pero los más curiosos se hallan registrados en los papeles de uno de aquellos profesores, don Augusto González de Linares, al que varios estudiantes compostelanos llegaron a de­safiar, pues no podían tolerar que alguien admitiera o supusiera que descendían del mono, cosa que al señor ministro «del ramo» también le parecía horrorosa y ri­dícula a la par, según declaró en el Congreso. Y he aquí cómo la teoría de Darwin provocó una ley y esta ley causó un movimiento de solidaridad entre profesores de ideología muy distinta entre sí, la separación de la cá­tedra de algunos y el destierro e incluso la prisión o con­finamiento de otros. Entre éstos se hallaba Giner.

La cuestión universitaria irritó a Cánovas más de la cuenta. Dio a su partido un aire del que ya no se pudo liberar mientras él fue jefe (ni tampoco en época de Silvela y de Maura): de partido contrario a ciertos mo­vimientos intelectuales «modernos». Idearon los profe­sores implicados en aquella lucha fundar una especie de Universidad libre: de aquí salió la Institución según es sabido.
En sus cursos primeros aparecen dando clases y con­ferencias hombres de ideología muy distinta. Futuros presidentes del Gobierno de la Monarquía, como Mon­tero Ríos y Moret, don Juan Valera, ex ministros de don Amadeo y de la República... Aquella primera fase de la Institución tuvo un carácter algo distinto al que tiene después. Un joven historiador que ideológicamente nada tiene que ver con Giner ni con sus discípulos, el señor Cacho Víu, ha escrito un libro que ha alcanzado reso­nancia, lleno de noticias valiosas acerca de ella. La personalidad de Giner de los Ríos es, sin embargo, mucho más destacada que la que hubiera podido tener un sim­ple mentor y orientador pedagógico, encerrado en aquel centro.
Si Cánovas fue el artífice de la Restauración, no cabe duda de que Sagasta, de vuelta ya de errores y precipita­ciones, fue el que la consolidó más, atrayendo a muchos que habían visto con alborozo la caída de los Borbones (empezando por él mismo) y sirviendo a reyes de aquella dinastía. En este momento «sagastino» Giner tiene espe­ciales coyunturas para realizar una obra que va ampliándose, perfeccionándose en los treinta y tantos años postreros de su vida. No solamente los profesores de­puestos han vuelto ya a sus cátedras. Han vuelto a ellas hombres políticos más notados como don Nicolás Sal­merón. Giner mantuvo durante toda su vida un contacto estrecho con éste y con otras figuras del republicanismo, como don Gumersindo de Azcárate. Poca, o por mejor decir nula, con Pi y Margall o Castelar. De su grupo sa­lieron jóvenes que nutrieron luego las filas socialistas y republicanas de izquierda; pero hubo, por otra parte, cantidad sensible de elementos de los que ya a fines de si­glo se llamaban «institucionistas» que militaron en otros partidos: fueron así reformistas de Melquíades Alvarez, monárquicos de Moret, o de Montero Ríos, liberales más o menos avanzados... Los hombres que constituían el núcleo principal del institucionismo a fines del siglo pasa­do, con don Francisco a la cabeza, eran hombres que creían que el «problema de España», en esencia, era un problema pedagógico, de educación.

II
Este grupo al que aludo es el que se forma en torno a Giner con personas nacidas en la década de 1850 a 1860, o poco después. Dentro de él la figura mayor, el discípulo predilecto, más bien hijo espiritual, fue Cossío. Cossío y don Ricardo Rubio, siendo jóvenes escribían durante sus viajes a Giner llamándole «padre». Había afectos hondos unidos a ideales comunes, en aquellos hombres que eran románticos hasta un grado bastante mayor de lo que se piensa, de un Romanticismo más razonador que el  «primero», pero Romanticismo al fin.
Ejerció Giner una influencia decisiva en la vida de Cossío, lanzándole a tareas pedagógicas, como la ejerció sobre González de Linares, sobre Rubio, sobre el astró­nomo Arcimis, etc. Para llevar adelante sus tareas do­centes en la Universidad, en la cátedra de Filosofía del Derecho y en la Facultad, publicó una serie de traduc­ciones de textos claros, sencillos y autorizados. A veces ilustró con notas propias aquellas publicaciones, que dan una sensación extraña, comparadas con los mazorrales libros de texto de la época y de después: una sensación de sequedad y concisión casi excesivas.
Pero por muy importante que fuera su actividad como profesor universitario, era mayor la que realizaba todos los días, desde muy temprano, en la Institución, en que vivió con la familia Cossío largos años. La hora en que se reunían muchos de los hombres del grupo a decidir lo que había que hacer en la jornada era la hora del desayuno. Cuando el Madrid de comienzos de siglo, en­vuelto todavía en brumas y neblinas, comenzaba a des­perezarse, iban camino de la Institución hombres públi­cos, escritores, profesores, políticos, a verse con Giner y con Cossío: Azcárate, González Posada, Bolívar, Lina­res..., los que llegaban de Universidades  de provincias, de Barcelona, de Sevilla, de Granada. Así se organizaban proyectos, servicios, tareas. Considerar a Giner como a un profesor universitario de Filosofía del Derecho, se­guidor de Sanz del Río y, por lo tanto, de Krause, preocu­pado por la enseñanza primaria y secundaria, que tam­bién ejercía en la Institución, es lo más fácil y común. También es corriente considerarlo como apóstol del Lai­cismo.
Pero poco o nada se dice de lo que influyó en la or­ganización de la enseñanza de las Ciencias Naturales, las Bellas Artes y las Letras en general, incluso antes de que se creara la Junta para Ampliación de Estudios. No se habla de sus relaciones cordiales en casos, respetuosas en otros, con personalidades como don Antonio Maura o don Enrique Gil Robles. Cuando se estudie con detalle la correspondencia de don Francisco Giner, que empieza allá por los años de 1866 y termina pocos meses o sema­nas antes de morir, se verá qué enorme capacidad tenía para entablar relaciones sociales (no sólo de tipo cultu­ral). Son miles las cartas que le llegaron, miles las cartas a que respondió, más o menos brevemente. Casi todas reflejan algún objeto, algún fin público, general. Incluso las familiares. Si, por ejemplo, su hermano Hermene­gildo le escribía desde Barcelona, le informaba a la par de los sucesos de 1909 o de lo que ocurría de más sobre­saliente en el momento. Desfilan en aquella correspon­dencia desde los viejos profesores alemanes, seguidores de Krause, como Von Leonhardi, a comentaristas de Pla­tón, como Lustoslawski, o famosos historiadores del De­recho, como Stammler. Los vínculos son múltiples: con Inglaterra, Francia, Italia, Portugal. Acaso, sin embargo, las cartas más curiosas para nosotros sean las que refle­jan la intimidad de don Francisco con las primeras figu­ras de la literatura española de su época: con Clarín, con Unamuno, con doña Emilia Pardo Bazán, etc. Adivi­namos, a veces, tensiones pasajeras, discrepancias de opinión (por ejemplo, con don Juan Valera en un mo­mento dado). Advertimos el silencio de Galdós. Perci­bimos cuáles son los discípulos de su mayor intimidad, o en quienes más fía. Haría falta un crítico con la capa­cidad de extraer consecuencias de las cosas menudas que tenía Sainte-Beuve, para sacar de esta materia epis­tolar ingente lo que merece que se saque de ella: un libro como el Port-Royal de aquél. Porque la imagen de Port-Royal se presenta pronto a aquel que estudie a los hombres de la Institución con atención y respeto. Puede sernos antipático o no el jansenismo, como puede pro­ducirnos mayor o menos simpatía la Institución: pero nadie será capaz de restarles importancia y respetabili­dad. En los albores de este siglo la «Institución» como tal era una verdadera institución madrileña. Aunque pa­rezca poco congruente, ya había muchachos que de modo un tanto achulapado y familiar la llamaban la «Insti». Es entonces cuando comienza a dar los primeros frutos y cuando atrae a jóvenes de provincias que si no a estu­diar en ella, si van a ella para trabajar bajo la dirección de Giner, de Cossío o de otros profesores que allí se reunían. Un grupo andaluz, malagueño, que se forma en función del andalucismo de los Giner, y un grupo astur-leonés, que se constituye en torno a Azcárate, Pedregal y algún otro miembro más viejo, son los dos grupos étni­cos más destacables dentro de la casa. Pero de Cataluña llegan a ella Corominas, A. Hurtado, Eugenio d'Ors, Pijoan... De Sevilla, los Machado, los Castro. También de Valencia, de Granada, de allá donde hay Universidades se presentan jóvenes a buscar el saber y, sobre todo, el consejo de don Francisco. En la Universidad de Oviedo existe una especie de sucursal de la Institución desde muy antiguo... Bueno será recordar que los profesores de Oviedo sacaron como senador a Menéndez Pelayo, como es igualmente saludable recordar que fueron los llamados escritores del 98 los que protestaron más cuan­do éste no fue nombrado director de la Academia Espa­ñola. Porque es hora de empezar a deshacer los efectos de cierta mitología político-literaria en que el Bien y el Mal están ordenados según el viejo sistema dualista de los maniqueos.
Excusado es decir que de la Institución salieron mu­chos profesores de izquierdas: don Julián Besteiro, don Fernando de los Ríos, don Francisco y don Domingo Bar-nés, don Martín Navarro, etc. Salieron también personas ocupadas en su especialización más que en otra cosa. Aún no hace mucho que se ha celebrado el cincuente­nario de la fundación de la Residencia de estudiantes de la que fue director o presidente uno de los discípulos más jóvenes de Giner: Jiménez Fraud. Surgió bajo el mismo signo la Junta para ampliación de estudios en la que  el  mismo  Giner  tuvo   como hombre de su entera confianza a don José Castillejo:  otra figura sobresaliente y oscura u oscurecida, de la que ha dado hace poco una magnífica semblanza el maestro Carande.
Estamos en la época en que se manda a Alemania a los jóvenes más capaces para que vuelvan «preparados», “formados». Reveladora es la correspondencia de estos jóvenes con don Francisco. García Morente, primero, Ortega, Castillejo y otros muchos van dándole cuenta de su cuntacto con la Alemania anterior a la guerra del 14. Por su parte, los maestros de la Junta le exponen sus problemas, hacen sus consultas: filólogos, historiadores del Arte, arqueólogos, médicos, físicos, naturalistas, se hallan en un momento de fe en el futuro, aunque por prin­cipio se quejan demasiado de la inercia, del atraso del país. Los trenos respecto a «esta España», «este país», abundan.
Tuvo Giner de los Ríos un momento de gran influencia cuando Moret fue presidente del Consejo: Moret es el ministro de la Institución por antonomasia. Después aquella influencia disminuyó algo, pero no cesó: tal era el prestigio de lo obtenido. Por otra parte, Giner en momentos como el de la crisis de 1909 y otros graves, supo defender la «apoliticidad» de su empresa, frente a viejos amigos y colaboradores; por ejemplo, Salmerón y Simarro. Algunos vieron en esto «claudicación» o aco­modo y hablaron de los «institucionistas», como de los «jesuítas de la acera de enfrente». Advertiría yo —sin ánimo de ironizar— que, en realidad, los «jesuítas de la acera de enfrente» fueron los jansenistas y que entre unos y otros hubo hombres admirables. Creo que fue el mariscal Lyautey el que dijo al final de su vida que lo mejor que le puede ocurrir a un hombre es morir a tiempo. Don Francisco Giner de los Ríos tuvo esta gran fortuna: murió en febrero de 1915, a una edad que hoy no nos parecería tan avanzada, pero que entonces sí lo era: con más de setenta años. Su muerte fue muy sentida. Lo reflejan cientos de testimonios que se conservan. Des­de humildes maestros rurales hasta los hombres más famosos de la época hubo unanimidad en expresarlo. De estos testimonios los más significativos son los de las personas sencillas, para las que Giner era una especie de santo (el modelo de lo que se ha llamado «santo lai­co») y el de las cabezas más fuertes para las que don Francisco era una especie de Sócrates, más digno de admiración por su conducta, su magisterio vivo, directo, que por la doctrina o la obra que hubiera dejado plas­mada de modo formalizado, en libros o escritos.

III

En mi casa, en una casa de gente liberal («progresis­ta», según ha dicho alguien con pretensiones de ironía), los pareceres con respecto a la Institución eran diversos. Mi tío Ricardo, grabador, pintor, con cierta predisposi­ción a la matemática y a la mecánica, poco aficionado a las honduras psicológicas y para el que Epicuro y Lu­crecio eran maestros cercanos, tenía poca simpatía por el grupo. Mi tío Pío no sentía, por su parte, sus inquietu­des pedagógicas, no creía demasiado en los programas, porque fue el hombre menos programático que he cono­cido; pero tenía respeto y curiosidad por las figuras de Giner y Cossío, como personas o individualidades.
Fue el primero que me señaló la afinidad del movi­miento que representaban con el de Port-Royal. Durante los años en que Sorolla estaba pintando los retratos de los españoles más importantes de la época para la Hispanic Society de Nueva York, mi tío Pío fue durante varios días a «posar» al estudio del pintor y aun des­pués siguió yendo algo allí. Había mucha amistad entre Sorolla y Giner y sobre todo entre Sorolla y Cossío. Una amistad incluso de vecinos, como la que tenía don Fran­cisco con unas monjas. En el estudio se encontró mi tío Pío a los dos y ésta es la fuente más antigua y directa que tengo de conocimiento de sus dos estampas tan com­penetradas y en aspectos tan diferentes.
Chocaba a mi tío, que, en efecto, venía de padre lla­mémosle progresista y con ideas bastante dieciochescas en materia religiosa, la peculiar religiosidad de Giner, y sobre este punto hubieron de hablar... La única conse­cuencia que recuerdo extraída de aquellas conversacio­nes es que tanto don Francisco como don Manuel halla­ban en el retrato hecho por Sorolla y por supuesto, en el original vasco del mismo, cierto parecido con alguno de retratos, más o menos apócrifos de San Ignacio... otra parte, en algo en que coincidían plenamente (salvo el  pintor acaso) era en la admiración más grande por eI Greco y en un interés por lo popular que hizo que en la Institución se formarán las primeras colecciones de artes populares, como la constituida en el Museo Pedagógico, y se organizaran aquellas memorables excursiones  a las viejas ciudades y campos de España, paralelas a las que por su cuenta y con carácter más personal, llevaban a cabo mis tíos, con Ciro Bayo, Azorín, Valle-Inclán etc., o las que con intenciones particulares realizaban  historiadores y  filólogos con Menéndez Pidal a la cabeza, o arqueólogos como don Manuel Gómez Moreno. ¡Qué   España tan  distinta   de esta actual alcanzaron a ver aquellos hombres!   ¿Dónde está ya aquel país miste­rioso  lleno de imprevistos, de contrastes en lo bueno y  lo malo?
Pero en mi casa había una tercera persona que opinaba sobre la Institución: mi propia madre. En ella no había reservas, y como madre sentía una admiración plena por la tarea que llevaban a cabo algunas mujeres del grupo, como las señoritas de Quiroga, hijas huérfanas del naturalista que hizo la expedición a Río de Oro e Institucionista de primera hora. (Otro asunto que está por tratar es el de la participación en las empresas africanas finiseculares del elemento institucionista, con Cosio, Azcárate, Quiroga, Jiménez de la España, etc., y contra el «esquema» africanista o antiafricanista forjado en nuestros días y a posteriori.) En fin, yo de chico no fui a la Institución, pero sí al Instituto-Escuela, y allí pude tratar a profesores y alumnos muy vinculados con la misma. Después he estado unido por amistades distinlas a personas que conocieron a Giner, con la familia de Cossío, con otros hombres de su grupo.
Han pasado los años, han ocurrido tantas y tan gra­ves cosas en España, en Europa y en el mundo, que los hechos ocurridos hace un cuarto de siglo o algo más, pa­recen asuntos de época remota e incluso oscura para muchos: bastantes españoles cincuentones podemos contarnos entre los seres naturales que han quedado en la mera categoría de supervivientes y hay toda una juven­tud para la que los comienzos de este siglo son descono­cidos. Grandes peligros trae el desconocimiento del pa­sado y más si se trata de un pasado cercano:  más grave
 aun que la ignorancia es la falsificación de lo que se sabe de el, hecha con mala o con buena intención. Para el caso es lo mismo. Un joven que hoy, en 1965, no tenga idea de lo que fue don Francisco Giner de los Ríos no puede presumir de saber lo que es España y lo que son los españoles.


[1] Publicado en ínsula,  año XX, núm. 220,  marzo,  1965, pág. 3 y 16.

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