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martes, 13 de abril de 2021

Los unos por los otros: Machado por Luis Cernuda


Cernuda, fue también un crítico extraordinario. Hay poemas magníficos, como el que le dedica a Mozart, o a Galdós, que lo demuestran, además de sus escritos en prosa. Creo que este comentario sobre Machado merece la pena.


Antonio Machado (1876-1939)



AUNQUE no pueda decirse que la literatura, ni mucho menos la poesía, tengan en nuestro país un público y una crítica, todavía es posible que entre nosotros ocurran a veces cambios en la opinión y el gusto literario. Hacia 1925, cuando cualquier poeta joven trataba de expresar su admiración hacia un poeta anterior, lo usual era que men­cionase el nombre de J. R. Jiménez. Salinas, que tendía poco a la exageración, dice, sin embargo, entre las líneas preliminares a la se­lección de sus versos en la Antología (1931) de Diego: «Estimo en la poesía, sobre todo, la autenticidad... Llamo poeta auténtico, por ejem­plo, a San Juan de la Cruz, a Goethe, a Juan Ramón Jiménez». Hoy, cuando cualquier poeta trata de expresar su admiración hacia un poe­ta anterior, lo usual es que mencione el nombre de Antonio Machado. De pronto, en uno de esos virajes que marcan el tránsito de una generación a la otra, la obra de Machado se nos ofrece más cercana a la perspectiva que la de Jiménez. Y es que los jóvenes, y aún los y que ya han dejado de serlo, encuentran ahora en la obra de Machado un eco de las preocupaciones del mundo que viven, eco que no suena en la obra de Jiménez. Machado, que tenía astucia avizora, nos dejó en sus comentarios en prosa bastante que meditar acerca de temas variados: literarios, filosóficos, políticos, enfocados por él con una novedad y una significancia a las que sólo  recientemente  ha  sido posible hacer justicia.  Quién esto escribe recuerda que, al aparecer en revista los primeros comentarios de Abel Martín y las primeras notas de Juan de Mairena, allá por 1925, oyó decir a aquel pobre Benjamín Jarnés, en la tertulia de Revista de Occidente: "¿Para qué publica Machado esas notas en prosa, que no tienen interés ninguno?" En dichas notas hacía entonces Machado, sin que nadie se apercibiera, el comentario más agudo de la época; si las comparamos con los libros en que Ortega y Gasset, por las mismas fechas, pretendía diagnosticar el presente y vislumbrar el futuro inmediato, se comprenderá cual de los dos veía mejor y más claro. Cierto que eso no concierne tanto al poeta Machado como al pensador, al intelectual; calificaciones de resonancia pretenciosa que no parecen conllevarse bien con la sencillez irónica que caracterizó siempre su obra

Es verdad que dichos comentarios no surgen hasta después de publicadas las Nuevas Canciones (1925); es decir, cuando el impulso poético ya declina en Machado. Y no faltarán quienes digan que pa­rece remota la relación entre el autor de los poemas contenidos en Soledades, Galerías y Campos de Castilla, de una parte, y de otra el autor de las notas contenidas en De un Cancionero Apócrifo y Juan de Mairena, sin que falten tampoco quienes estimen superior al segundo. Y aunque es verdad que no siempre coinciden en Machado el poeta y el crítico de la poesía, también lo es que sus poemas mejores fueron tempranos y sus notas críticas se escribieron por lo menos un cuarto de siglo después. No es de extrañar, pues, si no coinciden ahí poesía y crítica: esta es resultado de la experiencia del poeta que ha vivido y reflexio­nado, siempre distante de las modas y círculos literarios de la capital, mientras que los poemas son el fruto primero, aunque prodigioso de intuición y de instinto.

Ya en las palabras que escribió como prólogo al librito Soledades (1903), refundido con adiciones en su segunda edición, Soledades, Ga­lerías y otros Poemas (1907), nos advierte: «Las composiciones de este primer libro, publicado en enero de 1903, fueron escritas entre 1899 y 1902. Por aquellos años Rubén Darío, combatido hasta el escarnio por la crítica al uso, era el ídolo de una selecta minoría[1]. Yo también admiraba al autor de Prosas Profanas, al maestro incomparable de la forma J de la sensación, que más tarde nos reveló la hondura de su alma en Cantos de Vida y Esperanza. Pero yo pretendía —y reparad que no me jacto de éxitos, sino de propósitos— seguir camino bien distinto. Pensaba yo que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación de espíritu; lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta animada al contacto del mundo. Y aún pensaba que el hombre puede sorprender algunas palabras de un íntimo monólogo, distinguiendo la voz viva de los ecos inertes». Observación esta última que sin duda le parecía importante, pues que ha de repetirla en dos versos de una com­posición («Retrato»):

A distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una.

Implícita en las líneas citadas hay una crítica del modernismo y de la obra de Darío, crítica benévola, como después aconsejó Macha­do que debía ser la crítica, pero no por eso menos justa; y al mismo tiempo se marca ahí cuál era la divergencia de Machado con respecto al modernismo. No es necesario insistir en que no fue Machado un poeta modernista; lo que acaso tenga interés, por eso mismo, es indi­car alguno de los momentos raros en que su poesía se acerca al mo­dernismo, como en la composición LII («Fantasía de una Noche de Abril») de Soledades.

En el prólogo a Campos de Castilla (1912) también dice algo que conviene recordar: «Pensé que la misión del poeta era inventar nuevos poemas de lo eterno humano, historias animadas que, siendo suyas, viviesen no obstante por sí mismas. Me pareció el romance la suprema expresión de la poesía, y quise escribir un nuevo Romancero. A este propósito responde "La Tierra de Alvargonzález". Muy lejos estaba yo de pretender resucitar el género en su sentido tradicional. La con­fección de nuevos romances viejos caballerescos o moriscos— no fue nunca de mi agrado, y toda simulación de arcaísmo me parece ridícula... Mis romances no emanan de las heroicas gestas, sino del pue­blo que las compuso (sobre estas palabras de Machado volveremos luego) y de la tierra donde se cantaron; mis romances miran a lo elemental humano, al campo de Castilla… Muchas composiciones en­contraréis ajenas a este propósito que os aclaro. A una preocupación patriótica responden muchas de ellas otras al simple amor de la na­turaleza, que en mí supera infinitamente al del arte».

Ya en dichas palabras, publicadas en 1912, asoma una creencia de Machado que no sé si sería poco delicado llamar manía, porque cuan­to más caprichosa parece, tanto más se aferra a ella: la de creer en un «arte del pueblo». Sabido es el origen germano y romántico de esa creencia, que parte de la asunción de cómo los poemas épicos medie­vales, en cada literatura moderna, son obra del pueblo. Que las gestas épicas primitivas las hiciera suyas el pueblo, no es de extrañar, puesto que lo que expresaban era la conciencia nacional naciente, y el pueblo podía así sentirse identificado con ellas; ahora, que las escribiese el pueblo, es otra cuestión muy distinta, y repetirla sin más equivaldría a tanto como decir que la religión de una nación la creó el pueblo, o que la política primitiva de una nación la dirigió el pueblo. En la vida todo es obra de uno o varios individuos (que no componen una mi­noría, ni mucho menos una minoría «selecta»), y el resto es indiferente si no hostil; hasta que con el paso del tiempo, y con suerte, la repe­tición de aquellos actos, por sus creadores mismos o por sus seguido­res, hace que queden entonces tácitamente aceptados por todos como legítimos, cuando han perdido ya su valor original. Mucho más en arte, donde referirse a un «arte popular» no puede tener otro sentido que el de designar un arte con el cual el pueblo, en ciertos momentos, en determinadas circunstancias, se identifica; pero en modo alguno que lo cree él mismo. Sin embargo, en el caso de Machado, tenemos a veces que aceptar sin más opinión, por absurda que nos parezca, y aun tratándose de un hombre de inteligencia clara y poco propicia a los prejuicios, Que Machado no mencione a Garcilaso y en cambio se  extasíe ante cualquier coplilla andaluza es un ejemplo extremo de los disparates en que pueden incurrir hasta las gentes más razonables y sensatas.

En las líneas antes citadas hay algunas indicaciones acerca de sus motivos de inspiración poética: uno es el del campo castellano, otro el de la preocupación patriótica y el último es el del amor a la natu­raleza; ahora, puesto que el campo de Castilla es naturaleza, podemos reducir a dos esos motivos de inspiración. La preocupación patriótica, como vimos al hablar de Unamuno, no es exclusiva de Machado; en cuanto al amor a la naturaleza, como veremos al hablar de Jiménez, también con éste la comparte Machado. Pero si comparamos los poemas de inspiración patriótica o nacional de Unamuno con los de Machado, hallaremos que el primero exalta sin crítica, mientras que el segundo lleva implícita en sus versos la crítica nacional. Otra dife­rencia ocurre si comparamos los poemas de Jiménez y Machado ins­pirados en la naturaleza; los del primero son paisajes sentimentales, en cambio los del segundo adquieren a veces una trascendencia me­tafísica que no existe en Jiménez.

Para una tercera edición del libro Soledades, Galerías y otros Poemas, escribe Machado en 1919 otro prólogo, donde dice, refiriéndose al mo­mento en que el libro se compuso, que era el fin del siglo: «La ideo­logía dominante entonces era esencialmente subjetivista; el arte se ato­mizaba y el poeta... sólo pretendía cantarse a sí mismo». Luego, alu­diendo a la transformación de la sociedad, añade: «Los defensores de una economía social definitivamente rota seguirán echando sus viejas cuentas y soñarán con toda suerte de restauraciones; les conviene ig­norar que la vida no se restaura, ni se compone como los productos de la industria humana, sino que se renueva o perece». Cito estas últimas palabras, aunque ellas nos apartan un poco del comentario aquí intentado, exclusivamente literario, porque nos orientan ya hacia la actitud que Machado tomaría durante la guerra civil. Frente a lo tornadizo de tantos de sus compañeros de generación, que fácilmente renegaron o pretendieron olvidar sus palabras y sus obras anteriores, Machado fue ejemplo de fidelidad a sus creencias, aunque algunos pudieran pensar que se excedió un poco  fue más allá de lo que esa fidelidad exigía de él.

Líneas atrás dijimos que los mejores de Machado fueron tempranos, es decir, que entre los reunidos, en Soledades está lo mejor del poeta. Cosa curiosa: Machado nace  formado enteramente, y el paso del tiempo nada le añadirá, antes le quitará; no es que en las colecciones siguientes no encontremos poemas die tipo distinto, porque ya vimos cómo en Campos de Castilla aparecen temas de inspiración nacional, ausentes de la colección anterior. En ésta, o sea, en Soledades, hallamos poemas de «lo eterno humano», según la frase del propio autor; en Campos de Castilla vive y expresa su tiempo. Preferir entre uno y otro tipo de poesía es cosa enteramente personal, y no tiene otro motivo que la maestría técnica alcanzada aquí o allá por el poeta, según el criterio del lector. En Campos de Castilla asoma uno de los temas del 98 que más han envejecido: la preocupación castellanista; preocupación que lleva a Machado, y sobre todo a sus críticos prime­ros, a negar su condición de andaluz, de donde precisamente le llegó siempre lo mejor de su poesía. A diferencia de lo que ocurría en nues­tra literatura durante los siglos clásicos, cuando los mayores poetas, con rara excepción, eran castellanos, desde Bécquer acá ocurre preci­samente que los mayores poetas, con excepción más rara todavía, son andaluces. En Soledades vemos el entronque de Machado con la tradi­ción becqueriana:

A la desierta plaza

 conduce un laberinto de callejas.

A un lado, el viejo paredón sombrío

de una ruinosa iglesia.

 

Todo ahí, lenguaje, ritmo, visión, procede de Bécquer; unas veces más evidente, otras más escondido, dicho parentesco aparece en el mejor Machado, cuando aún no caía en la manía folklorista.

Entre los poemas de su primera colección, como los que llevan los números Vil («El limonero lánguido suspende»), XI («Yo voy soñando caminos»), XVI («Siempre fugitiva y siempre»), XXI («Daba el reloj las doce»), XXVIII («Crear fiestas de amores»), XXX («Algunos lien­zos del recuerdo tienen»), XXXIII («¿Mi amor?... ¿Recuerdas, dime?»), LXXVIII («¿Y ha de morir contigo el mundo mago?»), donde conseguirá Machado expresar admirablemente lo que es el mundo para el poeta y lo que el poeta es para el mundo, y LXXXVIII («Tal  vez la mano en sueños»), está lo mejor, lo más hondo y perfecto que alcanzó a escribir. Son dichos poemas súbitas vislumbres del mundo, juntos ahí lo real y lo suprasensible, con una identificación alcanzada raramente.

Cierto que en Campos de Castilla traza paisajes espirituales de Es­paña que tienen una grandeza innegable, y que el afán transformador del poeta ve a su tierra con una visión que será o no conforme con la nuestra o con la verdadera realidad espiritual española, pero a la cual la urgencia y sinceridad que tienen en Machado les da una justifica­ción. Recuérdense, por ejemplo, los poemas que en dicha colección llevan los números CI («El Dios ibero»), tan unamunesco de intención; CXXXV («El mañana efímero»), de un tono irónico que recuerda a veces a Campoamor y anuncia otras el verso esperpéntico de Valle-Inclán, y CXLIV («Una España joven»). Pero acaso en unos pocos versos pueda Machado decir más que en esos otros de mayor exten­sión, como ocurre en el poemilla LIII («Ya hay un español, que quie­re»), de la serie «Proverbios y Cantares», en Campos de Castilla. Tam­bién figura en dicho libro la composición número CXXVIII («Poema de un día. Meditaciones rurales»), que en su fluir espontáneo de concien­cia e inconsciencia es un anticipo de lo que años más tarde se llamaría «monólogo interior»; su tono coloquial, su prosaísmo deliberado, que  se levanta así más efectivamente en ciertos momentos, la ironía que corre bajo los versos, (el ritmo tomado de las Coplas de Manrique) y que con destreza se adapta a tema bien distinto, hacen de ella una de las más significativas de su obra. En cambio, el poema «La tierra de Alvargonzález» me parece un fracaso; la atomización y el subjetivismo de la lírica de aquel tiempo, limitaciones a las que él mismo alude, con palabras que ya citamos, acaso tuvieron demasiado alcance en su espíritu para poder luchar satisfactoriamente contra ellas, como pre­tende en dicho poema. Es nebuloso y vago, y el lector se pierde por sus versos como el viajero por el campo envuelto en niebla. (Claro, es posible que mi opinión esté equivocada; recuerdo que a Lorca le gustaba el poema en cuestión y hasta hizo de él una versión dramática que representó alguna vez una compañía de aficionados.)

Trece años después de Campos de Castilla aparecen Las Nuevas Canciones (1925), libro que nada nuevo añade a lo que ya había publicado. Es cierto que hay entre sus composiciones alguna, como la primera del libro, «Olivo del camino», cuyo tono neoclásico es extraño en el poeta. Y poemitas donde no se si sería justo decir que asoma cierto eco de la lírica que entonces escriben y publican algunos poetas de la generación nueva; por ejemplo, las «Canciones del Alto Duero», entre otras, que recuerdan algunos poemillas de Alberti en su libro primero Marinero en Tierra. Pero también hay epigramas líricos que muestran la maestría expresiva de Machado, quien con tres versos dibuja la inmensidad marina nocturna:

Junto al agua negra.

Olor de mar y jazmines

Noche malagueña.

 

Es una «soleá», pero también parece un hai-kai, cuya moda había llegado a nuestra poesía, favorecida por las greguerías de Gómez de la Serna.

Los poemas que después ha de escribir Machado siguen las dos tendencias divergentes marcadas en Nuevas Canciones: poemas forma­listas, como los sonetos, que en Machado, poeta nada formalista, son de escaso interés, y composiciones breves cada vez más inspiradas en lo folklórico, a las cuales podemos incorporar los poemillas sentencio­sos y aforísticos, campoamorinos a veces. No sé hasta qué punto de­bemos culpar a la manía folklórica de extinguir los dones poéticos de Machado; pero sea por influencia nociva de lo «popular», sea por agotamiento de sus facultades líricas, los poemas que ahora escribe son de valor poético inferior. El poeta se había acabado antes que el escritor, pues entonces es cuando compone las notas contenidas en De un Cancionero Apócrifo y Juan de Mairena.

Según dichas notas, para Machado «la poesía es el diálogo del hombre, de un hombre con su tiempo. Eso es lo que el hombre pre­tende eternizar, sacándolo del tiempo, labor difícil y que requiere mu­cho tiempo, casi todo el tiempo de que el poeta dispone». Una y otra vez insiste en la importancia del tiempo para el poeta: «¿Por qué cantaría el poeta sin la angustia del tiempo?» «Es la poesía palabra en el tiempo.» Juan de Mairena es «el poeta del tiempo». «El poeta pretende, en efecto, que su obra trascienda de los momentos psíquicos en que es producida. Pero no olvidemos que precisamente es el tiempo (el tiempo vital del poeta con su propia vibración) lo que el poeta pretende intemporalizar, digámoslo con toda pompa: eternizar.»[2] «El poema que no tenga muy marcado el acento temporal estará más cerca de la lógica que de la lírica.» «Una intensa y profunda impresión del tiempo sólo nos la dan muy contados poetas.» Subraya esa tem­poralidad, como requisito esencial del poema, oponiendo Calderón (por el cual Machado, aun sintiendo respeto, carece de simpatía) a Jorge Manrique (para Machado el poeta español más admirable); escoge del primero, como ejemplo, el soneto a unas flores, «Estas que fueron pompa y alegría», de El Príncipe Constante (sospecho que Ma­chado apenas debió leer a Calderón, y precisamente la muestra que da de su poesía, el soneto citado, es la única que se encuentra de él en la tan lamentable como difundida colección Las Cien Mejores Poesías Líricas, compilada por Menéndez Pelayo), y del segundo la estrofa «¿Qué se hicieron las damas?» de las Coplas, para concluir que los versos de Calderón quedan fuera del tiempo, mientras que los de Manrique fluyen con él. «En cuanto nuestra vida coincida con nuestra conciencia, es el tiempo la realidad Último » Pero en esa temporalidad, que es para Machado condición primaria de la poesía, podemos suponer algo diabólico, ya que el Infierno es «la espeluznante mansión del tiempo, en cuyo círculo más hondo está Satanás dando cuerda a un reloj gigantesco por su propia mano»

Las frases citadas no son sino indicio de un pensamiento metafísico que podemos suponer tras de la  poesía de  Machado.  «Todo poeta (dice, atribuyendo sus palabras a Juan de Mairena) supone una me­tafísica; acaso cada poema debiera tener la suya —implícita, claro está, nunca explícita—, y el poeta tiene el deber de exponerla, por separado, en conceptos claros.» Recuérdese que Goethe dijo más o menos lo mismo, aunque aclarando que dicha metafísica no era nece­sario que fuese original del poeta, sino que éste, para sus propios fines, podía tomarla de algún filósofo, como hizo él con Spinoza. En cuanto al lenguaje poético, Machado es partidario decidido del lenguaje ha­blado. «Si dais en escritores, sed meros taquígrafos de un pensamiento hablado.» «El encanto inefable de la poesía, que es, como alguien certeramente ha dicho, un resultado de las palabras[3], se da por añadidura en premio a una expresión justa y directa de lo que se dice.» «Saber que en poesía —sobre todo en poesía— no hay giro o ro­deo que no sea una afanosa búsqueda del atajo, de una expresión di­recta.»

No es seguro que el prestigio grande de que hoy goza la obra de Machado resista Intacto al paso del tiempo; pero acaso sí lo sea que el lector, venidero de su poesía encuentre en ella algún eco vivo a cierta angustia de «lo eterno humano», que entre muchos inolvidables versos suyos podemos cifrar en aquel donde se nos muestra «siempre bus­cando a Dios entre la niebla».

 



[1] Es chocante hallar en Machado esa frasecilla tan pretenciosa como falsa.

 

[2] Es curioso comparar esas palabras de Machado con otras de un místico musul­mán citadas por Massignon: «Hallach paseaba un día con sus discípulos por una calle de Bagdad cuando les sorprendió el sonido de una flauta exquisita. "¿Qué es eso?", le preguntó uno de los discípulos. Y él responde: "Es la voz de Satán que llora sobre el mundo".

»¿Cómo hay que comentarlo? ¿Por qué llora sobre el mundo? Satán llora sobre el mundo porque quiere hacerlo sobrevivir a la destrucción; llora por las cosas que pasan, mientras caen y sólo Dios permanece. Satán ha sido condenado a enamorarse de las cosas que pasan y por eso llora».

 

[3] No sé si Machado alude ahí a cierto diálogo conocido entre Mallarmé y Degas. Como éste se quejara de la dificultad de la poesía con respecto a la pintura, aduciendo que hacía tiempo tenía entre manos un soneto que no podía terminar, dice a Mallarmé: «Y lo que es ideas, no me faltan». A lo cual responde Mallarmé; «Mi querido amigo, los versos no se escriben con ideas; se escriben con palabras».

  

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