La primera pregunta a la que intenta responder cualquier
estudioso del krausismo es siempre la misma: ¿por qué Krause?. La explicación de Sanz de Río resulta ser
bastante convincente conociendo el final de la historia. Él llegó a la conclusión
de que era la más conveniente para España, y no le faltó razón: el krausismo
fue fructífero y conveniente para el país, por lo que quizá su intuición no iba
tan desencaminada. Estamos hablando de un país que se cerró en Trento a cal y
canto, y en el que no había pasado la censura eclesiástica ninguna de la
corrientes filosóficas europeas. El krausismo parecía un compendio de lo que más necesitaba el pensamiento español:
racionalidad, sentido ético, amor a la ciencia, y algo que se repite
obsesivamente: armonía. En él, todo era posible. Frente al muro que ponía la
escolástica a cualquier tipo de idea, el krausismo las aceptaba y comprendía
todas. Era como una píldora de europeísmo que actuaba como complejo vitamínico:
en él había de todo lo que se necesitaba, y nada de lo que hubiera podido crear
divisiones entre las filas liberales. De hecho, entre los krausistas acabó
habiendo de todo: positivistas, neokantianos, socialistas, costistas,
republicanos... lo único que quedaba fuera era el enemigo real a batir: la
escolástica y la superstición e hipocresía del catolicismo oficial.
La manera en que la escolástica cerraba cualquier
posibilidad de pensamiento está perfectamente descrita en "el jardín de
los frailes", modelo de la enseñanza con que la Iglesia propagaba la
encefalitis letárgica, y en la que se enseñaba a discurrir con silogismos,
negando la mayor o modificando la segunda:
"Aprendimos a refutar a Kant en cinco puntos, y
a Hegel, y a Comte, y a tantos más. Oponíamos a los asaltos del error buenos
reparos: "1º, es contrario a las enseñanzas de la Iglesia.. .2º, lleva
directamente al panteísmo...", y otras rodelas imperforables. El
positivismo disputaba al materialismo el calificativo de grosero. El panteísmo
era repulsivo. ¡Lo que nos hemos reído del judío Spinoza!"[1]
Acostumbrados a este tipo de enseñanza, a estas
"rodelas imperforables" ¿es de extrañar que cuando Sanz del Río
hablaba desde la cátedra fueran a escucharle no solo sus discípulos, sino
catedráticos, literatos y estadistas? En los escasos años que median entre su
entrada a la cátedra en 1854 y su muerte en el 69 reunió en torno a sí a todos
los que esperaban una buena nueva, un pensamiento que orientara y que
alimentara una esperanza. "Era menester, según esa generación, militar
bajo un gonfalón ideológico cualquiera, con tal de que fuera radicalmente nuevo
y ofreciera por lo menos una tenue promesa de rescatar el país de la atrofia
espiritual reinante"[2].
Como catecismo, era el que mejor le cuadraba a la realidad española. Nace en los años en que Isabel II escandalizaba a cualquier mente razonable. "Isabel II vivió en extraña simbiosis con Sor Patrocinio, el padre Claret, el rey Francisco...y el galán de turno (...) Pero los viejos generales y políticos no podían con aquella señora, ni con su marido, ni con la monja"[3]. Frente a Isabel II había una nueva generación de liberales, hijos ya de la libertad de imprenta. Tres de los presidentes de
La saña con la que Menéndez Pelayo trata a Sanz de Río, es muy superior a la que despliega con cualquier otro de los heterodoxos. Pierde con él cualquier asomo de objetividad. Si uno lee los heterodoxos encuentra que, pese al carácter reaccionario de su exposición, Menéndez Pelayo no deja de ser un crítico agudo, y no deja de reconocer a los erasmistas o a Miguel de Molinos, por ejemplo, su calidad literaria, aunque considere normal la actuación inquisitorial contra ellos. Con Sanz del Río carece de piedad. Resulta bastante evidente que los neocatólicos conocían que aquello era un peligro. Su anticlericalismo era racional, no se podía mandar contra ellos a la guardia civil. Ofrecía una moralidad evidente, sus defensores eran personas de probada valía moral, de vidas ejemplares y austeras que contrastaban con el mal ejemplo que ofrecía el clero. Le arrebataban de ese modo a la iglesia una bandera. Es probable que Sanz del Río o Salmerón hablasen en un idioma "filosófico" innecesariamente complejo, tal como dice Menéndez Pelayo, lleno de solecismos. Pero curiosamente eso no parecía arredrar a los adeptos, es más, daba la sensación de rigor intelectual. Comenta Caro Baroja: "El pueblo quedaba, por otra parte, maravillado ante tanta ciencia como la que veía en aquellos oradores afirmativos"[4]. Algo de esa emoción queda reflejada e el extraño idioma que inventa el filósofo zapatero Belarmino y en su admiración por Salmerón.
Los Krausistas fueron abandonando a Krause y acercándose a otras filosofías más de acuerdo con la realidad, pero a todos les queda algo de ese espíritu con el que trajeron lo mejor del aliento civilizador europeo, la racionalidad, la ciencia, el humanismo, el laicismo y una renovación moral.
[1] El jardín... alianza ed, pag
49
[2] López Morillas, el krausismo
español, Fondo de cultura económica, México, 1956, pág 26
[3] Caro
Baroja. Int a una historia contemporánea del anticlericalismo español"
Istmo, 1980, pág 199
[4] oc,
pág 205